jueves, 16 de julio de 2020

No siempre estoy dispuesto a aceptar la verdad


Prefiero a veces mentiras que maquillen la verdad que duele.
«Estamos dispuestos a creer cualquier cosa menos la verdad». Prefiero a veces mentiras que maquillen la verdad que duele. Esa verdad que habla de mi pasado, de mi presente, de mi realidad, de mi fragilidad y necesidad.
Esa verdad contra la que me rebelo como un niño inmaduro queriendo que sea distinta. Cuando vivo en la verdad soy libre, cuando me apego a las mentiras, soy esclavo. Sé que solo si me siento amado tal como soy, sin caretas, sin condiciones, seré profundamente libre. Pero mi verdad no es sólo lo negativo, el pecado que me confunde. A veces lo veo así.
Me detengo en la debilidad. La verdad tiene sus luces y sus sombras. Pero ante todo es la belleza la que define mi verdad. Dios me creó para la luz y puso en mi alma al modelarme su aliento más puro y su capacidad de amar.
Me gustan las palabras el P. Kentenich hablando de «La imitación de Cristo» de Kempis: «En este libro, las debilidades humanas son acentuadas muy fuertemente. Habla de cerdos, de acervos de estiércol. Todo esto son verdades, pero inducen a detenerse demasiado en la pequeñez del hombre, en su ser nada».
La verdad de mi pecado importa. No quiero negarla. Es parte de mí. Pero no quiero que esa realidad oscurezca mi belleza, mi luz interior.
Soy mucho más que mis caídas. No soy blanco o negro. No soy noche o día luminoso. Soy una mezcla de bondades y maldades, de fortalezas y debilidades. De alturas y de abismos. Y más allá de todo, mi corazón está hecho para el cielo. Y soy profundamente amado y elegido tal como soy.
Dios me espera cada noche y cada mañana. Para Él soy precioso y único. Ha soñado conmigo desde siempre. El juicio de los demás sobre mi vida, sea injusto o cierto, no me cambia. No aumenta mi maldad. No engrandece mi bondad. Hoy parece que un juicio lanzado en las redes sociales vale más que muchas investigaciones minuciosas sobre un caso, sobre una persona. Lo que se publica en seguida se acepta como veraz, o por lo menos surgen las dudas, las sospechas, los miedos. Anthony C. Grayling comenta sobre la posverdad que impera ahora: «Todo es relativo. Se inventan historias todo el tiempo, ya no existe la verdad». Parece que lo único verdadero es lo que siento. Lo que en mí despierta un hecho concreto, o una noticia. La decepción y la rabia, la duda y el miedo. Los hechos objetivos que no conozco importan poco.
Y a veces parece que lo sé todo. Puedo hundir a una persona o elevarla con una sola opinión, con un juicio lanzado al aire de forma temeraria. Brota la sospecha. No importa si es verdad lo que digo, o no lo es, o sólo lo es en parte. No siempre podré saber toda la verdad de los hechos. Puedo entonces dejarme llevar por los juicios que vierten los hombres. Y me haré una idea falsa o verdadera de las personas. Pero no es mi criterio, es el de otros que yo hago mío. Tengo claro que la opinión que escucho sobre alguien a quien quiero o incluso el saber algo verdadero de su vida, no altera mi relación con él que es verdadera y está basada en muchos más elementos.
Tengo un vínculo personal, conozco su historia. He tocado su verdad y su mentira. Conozco su bondad y su maldad, su debilidad y su fortaleza. Sus heridas y su historia. Me he enamorado de su estilo, de su impronta personal. De su carisma que es sagrado, porque viene de Dios. Podrán lanzar juicios al aire sobre él, o hablarme de hechos que no puedo demostrar. Y quizás dudo sobre él, tengo sospechas. Pero ¿quién soy yo para juzgar su vida? Solo Dios lo puede hacer.
Y ante los ojos de Dios es él lo más valioso, el hijo más amado. Y si lo amo, ese amor entre nosotros es la verdad para mí. Porque yo estuve a su lado y toqué su corazón. Y lo que viví es verdad. Eso no me lo quita nadie. No dudo de esa verdad. Porque mi fe en él ha ido creciendo con los años. Y esa fe se sostiene, aunque otros emitan juicios sobre él, opiniones desvelando hechos desconocidos. Incluso aunque en mi ignorancia de todo no pueda refutar cada una de sus críticas. Mi amor es más firme, no se desalienta. Es mi forma de mirar la verdad sobre las personas.
Me gustaría también que los que me aman sean así conmigo. Que crean en mí. Que por encima de un juicio que escuchen, o incluso algo que vean y que no les guste, me sigan amando. Y sigan confiando en mí, en lo que hay entre los dos. Una opinión sobre mí vertida al aire, o el desvelar un pecado de mi pasado, no altera lo que yo soy. Ya estaba todo ahí en mi corazón antes de salir a la luz. Soy el mismo con mi verdad, con mi dolor, con mis miedos, con mis pecados.
Es importante aceptar la verdad. La mía y la del otro. La verdad de los hechos. Puede que no siempre esté preparado para hacerlo. Cada uno necesita su tiempo, hacer su camino, vivir su duelo. La verdad y el amor van de la mano. Sin amor la verdad es dura como un cuchillo. Y sin verdad el amor es un sentimentalismo fugaz, superficial e inmaduro.
La cruz de Cristo está sostenida sobre el brazo de la verdad y del amor. A veces necesito tiempo para aceptarlo. Quizás no estoy maduro en cualquier momento para enfrentar verdades dolorosas. Puede ser que una verdad me aleje de los que amo. Porque creí ingenuamente en su pureza inmaculada. Los encumbré creyéndolos perfectos, poniendo en ellos expectativas que en realidad suplían mis propias carencias y estaban por encima de sus límites humanos. Y cualquier hecho imperfecto de su historia me parece punible y me aleja de él.
Quisiera tener un corazón grande, humano, amplio, como el de Jesús, para acoger a las personas en su verdad completa y sin miedo. Aceptarlos en sus límites, en sus heridas, en sus pecados. Y no quedarme en una imagen idealizada de su vida que no es real. Quiero mirar con los ojos de Cristo. Con humildad y respeto. Es la tarea de toda mi vida.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia 

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