Descubre el mayor consuelo cuando al fin has reconocido tu fragilidad
Este año raro nos ha permitido finalmente caer en la cuenta de que nuestra vida es absolutamente vulnerable. Creo que si algo habíamos olvidado, y ahora lo estamos teniendo que recordar a la fuerza, es nuestra fragilidad.
Durante mucho tiempo hemos querido ocultar esta realidad. Nos hemos esforzado muchísimo por obtener resultados, por alcanzar metas, por ser invencibles. Nos hemos vuelto cada vez más competitivos.
Los que ahora se quejan de no poder abrazar, quizás hasta ayer aprovecharon la cercanía para sacar el mejor provecho de un colega o de un amigo.
Era mentira
Nos habíamos acostumbrado a un mundo empoderado, seguro de su ciencia y de su tecnología, orgulloso de haber vencido las dificultades que atemorizaron a nuestros antepasados.
Pensar en que en pleno siglo XXI nos tendríamos que resguardar a la espera de un milagro, temiendo que el mensajero de la muerte ingrese a nuestros hogares y nos quite a alguien amado, es algo que no estaba en nuestros cálculos.
Pensamos que éramos invencibles. Planeamos que nuestra vida durara al menos 80 años. Y hoy descubrimos que ni siquiera podemos estar seguros de la posibilidad de que haya un mañana.
Creíamos que las personas nos pertenecían, que teníamos que poseerlas, en el mejor de los casos para hacerlas felices, y ahora nos damos cuenta de que nos las pueden quitar en cualquier momento.
Estamos expuestos, cada vez con mayor consciencia, a que en unos meses podemos encontrarnos en la misma situación, quizás con un virus aún más letal.
Desarmado
Es inútil fingir. Estamos en un punto de inflexión en la historia. Ni siquiera es una guerra: si lo fuera, podríamos rebelarnos, podríamos tratar de derrocar a un gobierno, podríamos votar por otra mayoría, podríamos esperar que los aliados aterrizaran. Pero no es así.
No tenemos arma ni defensa que nos proteja de este enemigo invisible, que en cualquier momento podría volver para trastornar nuestra economía y destruir nuestra salud.
Una verdad liberadora
Por fin podemos entrar en la verdad de las cosas: somos frágiles, indefensos, débiles. La vida pasa. Solo podemos aprovecharla, mientras exista, para ser y para vivir.
Esta verdad nos hace libres, pues nos hace vivir cada vez con las esperanzas y las expectativas puestas en Quien debemos ponerlas.
Sin expectativas que respetar, sin una imagen que salvaguardar, sin un escudo invencible que defender; al fin podremos vivir de lo esencial, elegir lo que nos hace felices en este pequeño intervalo de tiempo que se nos da, sabiendo que este no durará para siempre.
Y entonces sí, nuestra vida estará bien, pase lo que pase.
Porque la vida no se aferra, no posee, no determina el tiempo que dura. Si confiamos en lo eterno nos damos cuenta de que la libertad mayor se encuentra en no poder poseer ni determinar casi nada. Como bien dice san Alberto Hurtado:
“No aferrarme al tiempo porque me caigo con él. Aferrarme solo a lo que es eterno, a lo que no muere”.
Nuestros esfuerzos tienen que estar puestos sobre todo en permitir que Dios nos ame, en darnos cuenta en cómo nos está amando en medio de la realidad extraña que vivimos.
La mayor parte del tiempo intentamos amar a Dios, pero, cuando nos encontramos con la limitación de nuestra existencia comprendemos irrefutablemente que basta dejarse amar por Él.
Somos frágiles, increíblemente frágiles, esta es la verdad, ¡y la libertad de decirlo y de no esperar del tiempo sino de la eternidad, finalmente, es nuestro mayor consuelo!
Aquí una enseñanza de la Biblia para tiempos difíciles:
Luisa Restrepo, Aleteia
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