Mientras acompañamos y nos dejamos acompañar somos cooperadoras viviendo los dones de la riqueza femenina
Entre madres e hijas, hermanas, amigas y colegas, las mujeres vamos aprendiendo el arte de acompañarnos recogiendo de las experiencias de vida aquellos valores que, al pasarlos por el filtro femenino, nos ayudan a convertirnos, unas para otras, en las mejores compañeras.
La mujer tiene por naturaleza un espíritu fuerte para acompañar, una misión sagrada de ser madre, procreadora y educadora desde el plano tanto físico como espiritual.
La historia está inundada de modelos de mujeres, del pasado y del presente, que son reflejo de ese don innato maravilloso que el mundo necesita.
Y es que las múltiples y fuertes experiencias que atraviesan las mujeres como por ejemplo el convivir con sus ciclos, pasar por embarazos, tener partos o ser portadoras con la lactancia las predispone a vivir un acompañamiento más profundo desde el plano espiritual siendo capaces de llegar con más soltura a esos espacios más profundos y tocar el alma.
Las mujeres saben de crisis y de límites, de grandes dolores y de gozos inexplicables. Saben esperar, perseverar y ser un hogar para otros.
Aprenden de la vida que se gesta en el corazón de los demás y se hacen “parteras” al ser expertas en dar a luz el amor que comparten en lo cotidiano de cada día con sus seres queridos.
Las mujeres se acompañan para contemplar estos grandes momentos de la vida que son signos de la extraordinaria grandeza del amor que hay en ellas, donde lo habitual y corriente se reviste y transforma aun sin quererlo o buscarlo, simplemente con rozarlo o pasar por allí, porque la mujer se mueve por la fuerza del amor.
Una fuerza arrolladora que nunca pasa desapercibida y siempre deja huella.
Hay muchos momentos de acompañamiento donde este vínculo de mujer a mujer es un verdadero regalo.
Son tantas las oportunidades para acompañarnos y abrirnos a la maravilla de poder compartirnos y narrarnos en nuestro propio lenguaje, a alentarnos a tomar en serio nuestras vidas, a descubrir juntas más sobre ellas y hacer un aporte a la humanidad toda…
Muchas madres son grandes compañeras de sus hijas. Llegan a conocerlas verdaderamente estando cerca o en la distancia con un vínculo muy especial capaz de intuir sentimientos, estados de ánimo o vivencias más allá de las palabras.
Suelen ser amorosas “adivinas” de lo que es real, consejeras infalibles y dadoras de los mejores regalos: conocimiento y fe para enfrentar los tiempos más duros y afecto incondicional en el momento justo.
Muchas mujeres acompañan a otras durante sus noviazgos, una etapa de grandes alegrías, pero también un camino de preparación al matrimonio con muchos obstáculos por enfrentar.
Las mujeres aportan mucho más que una opinión sobre los hombres, son un aliento en el comienzo de querer encarar una vida comprometida y se ayudan para descubrir el verdadero sentido del amor como entrega de una misma.
En las bodas la figura de la dama de honor ha sido desde tradiciones muy antiguas y en la mayoría de las religiones, una mujer muy importante.
Unida a la novia por un vínculo muy estrecho como por ejemplo siendo hermana o amiga, era la encargada de abrir el séquito y acompañarla hasta el altar.
Hoy en día aunque la tradición ha ido cambiando, la dama de honor sigue siendo esa mujer que además de acompañar a la novia en uno de los días más importantes de su vida, forma parte de la preparación en todo lo que tenga que ver con ese día especial y se involucra en los detalles más prácticos viviendo toda la experiencia con ella.
Muchas mujeres son excelentes compañeras cuando otras tienen que atravesar alguna crisis compartiendo y ayudando a descubrir en el dolor nuestra trascendencia y el desafío de superarnos a nosotras mismas.
Están allí para comunicar y alentar mientras atravesamos las dificultades y a permanecer amando mientras esperamos encontrar el modo de resolverlas.
Muchas mujeres acompañan a otras en aprender cómo sus ciclos femeninos funcionan y cómo es el aspecto vital de su fertilidad, así como también el pasar por etapas únicas como el embarazo, los cambios de su cuerpo habitado y la relación con su hijo gestándose en su seno, siendo ellas mismas las proveedoras del alimento desde muy temprano.
Durante el embarazo y el parto las mujeres son protagonistas y al mismo tiempo espectadoras de un acontecimiento que las supera totalmente, pero que son capaces de contener en sí sin morir.
Se desgarran, asumen el riesgo propio dando vida y nos hacen testigos a todos de encontrar en la maternidad el corazón y la esencia de lo que una mujer fuerte es en el amor: alguien que no solo da vida sino que la nutre.
Durante la maternidad las mujeres se acompañan de modo muy especial descubriendo la plenitud presente en la sencillez de su rutina cotidiana de madre, viviendo intensamente las diferentes etapas y situaciones que los hijos plantean, acompañando sus gozos y dificultades.
La mujer hace del hogar un espacio que invita a la familia a crecer en la intimidad y la vida comunitaria. Es un punto de encuentro para todos.
En los trabajos fuera de la casa, en las empresas y los espacios públicos, las mujeres pueden empatizar con otras más fácilmente al “ponerse en sus zapatos”.
Tienden a sentirse cómodas construyendo relaciones cercanas y pueden sentirse más a gusto demostrando calidez y preocupación por los demás.
Tienen todo el potencial de ser buenas amigas y al mismo tiempo ayudarse a impulsar un mutuo crecimiento profesional.
Las mujeres solo con estar presentes son un sistema de apoyo emocional en sí mismas para los demás.
Desde dar consejos, ser un hombro para llorar, guardar secretos, prestar un oído atento y aumentar la autoestima hasta desarrollar amistades fuertes y saludables, algo de lo que todas las mujeres pueden beneficiarse si son fieles a quien realmente son en su interior y deciden lanzarse a compartirlo.
Cecilia Zinicola, Aleteia
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