No puedes detener la enfermedad ni calmar los sentimientos de otros corazones,
ni cuidar a todos, ni cambiarlo todo… pero hay algo que puedes hacer
ni cuidar a todos, ni cambiarlo todo… pero hay algo que puedes hacer
En medio de tormentas y cambios el corazón tiembla. ¿Tengo que seguir como hasta ahora o es necesario que haga algún cambio? Me gusta conservar lo que he vivido, lo que hago, lo que sueño.
Y escucho una pregunta que me invita a ponerme en camino: ¿Qué tengo que hacer para vivir una vida más plena, más libre, más llena de Dios?
Y escucho en labios de Pedro: “Convertíos”.
Siempre me ha quedado grande esta palabra. Es como una montaña que se eleva en el cielo. Y yo la miro desde mis pies pobres, insignificantes. Me siento como santa Teresita del Niño Jesús:
“Jesús, Jesús, si el deseo de amarte es tan delicioso, ¿qué será poseer el amor, gozar del Amor? ¿Cómo un alma tan imperfecta como la mía puede aspirar a poseer la plenitud del amor? ¡Oh, Jesús, mi primero, mi único Amigo! Tú, a quien únicamente amo, dime, ¿qué misterio es este? ¿Por qué no reservas esas inmensas aspiraciones para las almas grandes, para las águilas que planean en las alturas? Yo me considero como un débil pajarito cubierto de suave plumón”.
Me siento como esa alma pequeña que quiere más y no puede. Que sueña más y no lo alcanza. Ni en mis mejores sueños me veo tan elevado, tan alto.
Cambiar parece imposible. Salvo que me quiten el escenario y me cambien mi contexto y me priven de mis seguridades.
Tal vez sólo entonces, en medio del naufragio, sea posible el cambio y un nuevo comienzo. Un renacer desde las propias cenizas.
Despojado de lo accesorio en mi vida queda lo fundamental. Enfrentado con la pobreza de mis pasos sólo queda mi voz alzándose por encima del mundo.
Es como un leve susurro, no una voz poderosa. Y entonces ese imperativo puede tener algún eco en mí.
Cuando me siento capaz y fuerte, no necesito el cambio, ni la conversión. Pero en medio de mi impotencia, en medio del naufragio, sólo me queda alzar la mirada al cielo y suplicar clemencia. Buscando algo de paz, un rastro que poder seguir en medio de las tinieblas.
Escribe Peter Van Bremer S.J.: “La oscuridad es la sombra de Dios”. Su sombra alargada cubre mi cuerpo, mi alma herida, mis pasos temblorosos.
De repente escucho en mi interior lo que Dios me pide. Como el tañido de una campana. Quiere que confíe. Es lo primero que me pide, que no tema, que no viva paralizado en mis miedos. Que deje de lado mis impotencias y me abandone.
Pero eso es lo que más me cuesta. No puedo solucionar todos los frentes abiertos. No puedo detener la enfermedad, ni calmar los sentimientos de otros corazones.
No puedo apaciguar la ira, ni doblegar la amargura. No puedo provocar el perdón en nadie. Ni despertar el deseo de un abrazo.
No puedo cambiar la mirada de los demás, sólo sobre la mía tengo algún poder. No puedo decidir lo que ahora me conviene, porque a lo mejor no es lo que necesito.
No puedo inventarme días sin tormentas, porque quizás esa lluvia en forma de tornado es lo que va a ayudarme a dar algunos pasos.
No puedo soplar sobre mis velas para que mi barquita navegue por los mares, segura de llegar a la costa. A lo mejor ir a la deriva en medio de aguas turbulentas, sin control, es la mejor forma de educar mi alma.
No puedo cuidar a todos, ni salvar a todos, ni cambiarlo todo. No puedo. Entonces mi santidad no estriba en lograr que se cumplan siempre los deseos de Dios.
Mis límites me han hecho llorar ya muchas veces. Sólo puedo elegir lo que vivo. Y amar lo que elijo. Sostener entre mis dedos los flecos de decisiones pasadas. Aceptar que los caminos no son todos llanos y floridos.
Respetar los silencios de un Dios que camina a mi paso, aunque no lo vea. Y comprender que mi amor crecerá y madurará a fuerza de luchas. Conmigo mismo, con la vida. Porque sé que puedo cambiar:
“Nunca es tarde para empezar de nuevo. Lo que más me preocupa es borrar mi pasado y volver a empezar”.
Es posible recomponer el puzle de mi vida rota. En el viacrucis del Papa Francisco en Roma un preso comenta en una de las estaciones:
“Es verdad que me rompí en mil pedazos. Pero lo más hermoso es saber que esos pedazos se pueden recomponer. Es difícil”.
Pero es posible. Dios puede ayudarme a colocar de nuevo las piezas. Mirando esa imagen grabada en su corazón de Padre. Esa imagen mía bella, preciosa, pura. Esa imagen llena de luz y esperanza.
Se alegra mi alma. Tengo la paz de los niños que confían en una mano amiga que guía sus pasos. Que creen en un amor más hondo que los sostiene. Comenta san Ambrosio:
“Nada es tan útil como ser amado, y nada tan inútil como querer renunciar al amor”.
Sin amor no soy nada. Sin el amor que recibo de Dios, de los hombres. Sin el amor inmaduro, sin el maduro. Sin saberme amado de forma incondicional, aunque cueste creerlo.
Quiero recomponer mi vida cuando la vea rota ante mis ojos. Dios lo hace conmigo. Puede hacer algo por mí. Tengo fe en sus palabras y en sus manos que modelan mi barro.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
Vea también El P. Chevalier msc y el Laicado
No hay comentarios:
Publicar un comentario