jueves, 13 de febrero de 2020

Esas humildes personas… ¡qué grandes!

No presumen de lo que hacen, de lo que soportan, no cuentan su entrega ni sus méritos, parece que todo es tan sencillo, aman y no se nota el esfuerzo,
se entregan y no parece que les duela




Sé que el único camino para ser realmente feliz en la vida pasa por vivir con humildad. El orgullo, la vanidad y la soberbia me acaban dejando solo y amargado. San Pablo me muestra la actitud que da luz:
“Cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado. Por eso, me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante. Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la argumentación persuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del poder del Espíritu, para que ustedes no basaran su fe en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”.
No hablo desde mi elocuencia humana. No es mi palabra la que convence a nadie. No son mis dones naturales de persuasión. Es Jesús en mí quien hace milagros. Es su forma de mirar la que me cambia mi mirada para que yo pueda cambiar a otros mirándolos.
Ser humilde pasa por reconocer los talentos que pone Dios en mí y darle gracias por ellos. Él sabrá cómo quiere que los use. A veces incluso querrá que por amor no me sirva de ellos y renuncie a su poder.
Lo que valora Dios en mí es la humildad. Cuando me siento pequeño y necesito su cariño y misericordia. Pequeño, pero hijo de rey. Dice el padre José Kentenich que la “pedagogía de ideales es educación a la humildad, y, en modo alguno, educación al sentimiento de inferioridad”[1].
Cuando me educo y educo en la humildad no pretendo sentirme inferior a nadie. No lo busco. Me quiero como soy en mi verdad y eso no me lleva a la vanidad. Cometo errores. No lo hago todo bien y sé reconocer cuándo no tengo razón.
Pero los ideales me muestran hasta dónde puedo llegar si me dejo hacer por Dios. Él sabe lo que valgo. Ninguna crítica disminuye mi valor. Ningún halago me hace mejor persona.
La humildad es aceptación de mi vida como es. Sin pretender que sea una vida distinta. No quiero acabar con mi pasado. Ni cambiar nada de él. Porque soy quien soy como fruto de todo lo vivido.
Y me alegra ver mi belleza y mis debilidades como parte de una misma composición. Llevo a Jesús en una vasija de barro. No soy yo el que brilla, es Él. No soy yo la luz ni la sal. Es Jesús en mí el que hace fecunda mi vida.
No quiero el éxito en el camino, sino simplemente mantener la alegría en todo lo que hago. Es lo que me salva y da firmeza a mis pasos.
Quiero mirar a María para aprender a vivir con humildad. Me gustan su sonrisa, su templanza, su firmeza. No se rebela contra el mundo cuando sufre contratiempos y no resultan sus planes. No se altera, no pierde la paz.
Aguarda con humildad en el lugar que le corresponde, o que le dan los hombres. Vive atada a Dios de quien recibe todo el amor del mundo.

David McTavish - Shutterstock

Me gustan las personas que se parecen a María. Brillan con luz propia. Y su sonrisa parece traída del cielo. Sufren, como todos sufrimos. Pero no se asombran ni se amargan. Cogen sus cruces con naturalidad y las abrazan en silencio. Tiemblan por el dolor, pero permanecen seguras de que Jesús es el que sostiene su confianza.
Me gustan esas personas que no presumen de lo que hacen, de lo que soportan. No cuentan su entrega ni sus méritos. Parece que todo es tan sencillo. Aman y no se nota el esfuerzo. Se entregan y no parece que les duela. Viven entregadas en silencio y no se ve esa entrega que florece.
Me gustan las personas humildes que aceptan la humillación, la difamación, la mentira sin rebelarse. Me gusta su forma de enfrentar la muerte, con los ojos muy abiertos y con una paz profunda.
Me gustan las personas humildes. Me gusta cómo miran a los demás y cómo se miran. Ven a los demás mejores que ellas mismas, sin serlo. Me gusta cómo sonríen incluso cuando son agredidas. No se desesperan cuando parecen cerrarse los caminos.
Lloran, y entre las lágrimas, esbozan una sonrisa. Aguantan el dolor. Se quejan cuando es excesivo. Pero no se amargan ni amargan. No exigen. No pretenden ser más fuertes que nadie. No quieren molestar, sólo eso.
No entiendo a las personas humildes. No logro saber cómo lo hacen todo. Sólo quiero ser yo así. Pero no lo consigo.
[1] Herbert King, King Nº 5 Textos Pedagógicos
Carlos Padilla Esteban, Aleteia



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