jueves, 6 de febrero de 2020

Creí que no necesitaba a Dios hasta que nació mi hijo

Ignoro a Dios y Él me bendice
Mi primer hijo tiene unos días de nacido, está en su cuna y duerme plácidamente ya avanzada la noche, después de un baño y alimentarse del pecho de su madre a quien ha desvelado un poco.
Nació después de graves complicaciones por las que parecía que no lo lograría. Meses en que mi esposa rezaba, mientras yo solo aplicaba mi voluntad en procurar todos los medios posibles que la ciencia aportaba, sin tomar en cuenta aún al verdadero dueño de la vida.
Hubo un momento en que todo parecía perdido, y entonces, solo entonces, junto a mi esposa, clamé a Dios para que nuestro hijo viviera y se nos concedió. Los milagros existen.
Así, la fina e insondable franja entre el ser y el no ser había sido salvada.
Antes del parto pudimos escuchar su corazoncito, ver su difusa imagen y conocer su sexo, mas con un poder superior a los medios tecnológicos, fuimos sus padres quienes lo pudimos ver y sentir en nuestros corazones, como el más maravilloso don de nuestro amor.
El don de un ser único e irrepetible, que irrumpía en nuestras vidas para ser amado.
Un impulso me hace abrir la cuna, inclinarme y darle el más tierno beso aspirando su dulce olor infantil, mientras reconozco en él los rasgos familiares. El amor me sobrecoge y revela la profunda verdad de que hemos sido hechos por amor, y para el amor.
Reconozco ahora que siempre había aceptado la existencia de Dios sin darle injerencia en mi vida cotidiana, pues no sentía necesitarlo mucho. Era joven, saludable y tenía ese éxito que hace la vida atractiva y placentera.
Eventualmente aparecía un toque de dolor en los seres que amaba, o de cierta necesidad con crisis de incertidumbre.
Entonces, y solo entonces, actuaba como si me acordase de un número de teléfono que comunicaba con el cielo, el cual marcaba para iniciar un estéril monólogo con el Dios de mis apremios, siempre en término de peticiones.
Nunca de escucha, agradecimiento o consulta de cosas que yo consideraba “ordinarias” en las que la última palabra la tenía mi humana inteligencia. Como si tales cosas no le importasen, simplemente porque yo creía no necesitarlo.
En realidad, era mi Dios ignorado.
Ahora, ante una indescriptible desproporción entre la capacidad natural de engendrar de mi esposa y mía, y la aparición de la existencia de un nuevo ser, siento la percepción inmediata de lo divino.
Como una llamada de atención, un paternal reclamo.
Y una luz penetra mi razón, haciéndome comprender que más allá de lo biológico no tengo en mí el poder de la creación de una persona cuya existencia contiene en sí un valor de eternidad.
Es entonces que comprendo que mi Dios ignorado me bendice, y en el silencio de la noche, junto a la cuna, musito una oración, después de mucho tiempo de no hacerlo.
Será desde ahora una oración constante, íntima y espontánea que abarque todos los aspectos de mi vida. Una oración con un Dios que es padre y fuente de toda paternidad. Un Dios que es amor y fuente de todo amor.
Orfa Astorga, Aleteia
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