¿Por qué esa persona te pone nervioso a diario? ¿Puedes hacer algo para superarlo? ¿Crees que merece la pena?
“Amense los unos a los otros, como yo los he amado.” (Jn 15:12). Qué difícil es seguir esta enseñanza de Jesús cuando el comportamiento de algunos nos molesta o incluso nos exaspera.
La paja en el ojo de nuestro vecino puede ser muy irritante. Es muy pequeña, y a pesar de ello cuesta soportarla.
Es una vecina habladora que siempre cuenta las mismas historias; una colega cuyas rarezas nos ponen de los nervios; la abrumadora amabilidad de un amigo; la lentitud de uno de nuestros hijos; o incluso la forma en que nuestro marido o mujer se suena la nariz…
Pequeñas nimiedades, pequeñas cosas que ni siquiera merecerían nuestra atención si no afectaran al amor fraternal. Este tipo de molestias nacidas de la convivencia son, por ejemplo en los monasterios, una de las cruces más amargas: un hermano que se aclara la garganta de una manera horrible es difícil de soportar cuando vivimos juntos las 24 horas del día.
Es como la tortura china de la gota de agua que el verdugo siempre deja caer en el mismo lugar. Una gota de agua es inofensiva, pero finalmente es insoportable.
Incluso cuando es muy pequeña, una cruz siempre es una cruz. A veces caemos en la trampa de pensar que debemos esforzarnos para superar las grandes pruebas, las grandes dificultades y sufrimientos mientras no ponemos interés en superar lo pequeño.
Así, no nos esforzamos en mejorar con las pequeñas cruces que nos afectan a diario. Tenemos poca motivación para afrontar estas pequeñas pruebas porque sabemos que si intentáramos superarlas, si intentáramos cargar con esas crucecitas, seguramente nadie se dará cuenta. Nuestro esfuerzo pasará desapercibido, sin pena ni gloria, como dice la expresión.
Precisamente porque eso no satisface nuestro orgullo es por lo que esta lucha es muy valiosa. Los caminos sin gloria son los más seguros para los que buscan a Dios. Precisamente porque ofrecen poca tentación de ser orgullosos.
Alegrémonos pues de tener en nuestro día a día estas humildes luchas por el amor, de enfrentarnos a esas pequeñas molestias que despiadadamente nos ponen frente a nuestras limitaciones y nuestra pobreza. ¡Queremos dar grandes pruebas de amor al Señor y nos encontramos incapaces de soportar los pequeños defectos de los demás!
Alegrémonos de medir nuestra impotencia para amar de esta manera. Incluso en las pequeñas cosas, no podemos hacer nada sin el amor del Señor. Hasta en los detalles de nuestras vidas, lo necesitamos. Cuando admirábamos la paciencia de Santa Teresita de Liseux, ella respondía: “Todavía no he tenido ni un minuto de paciencia. Mi paciencia no es mía…”
Pidámosle a Jesús que venga y que ame en nosotros. Cuando sintamos que comenzamos a irritarnos, o cuando tengamos miedo de encontrarnos frente a alguien que sabemos que nos va a exasperar, respiremos y volvámonos interiormente hacia el Señor: “Soy incapaz de ser amable, paciente y comprensivo. ¡Ven y ama en mí! Ven y lléname de tu benevolencia y ternura, dale a mis ojos tu dulzura, a mi sonrisa tu bondad, a todas mis palabras la delicadeza de tu misericordia”
No huir del que nos molesta
Asegurémonos de que, más allá de nuestra irritación, el Señor sabrá hacer llegar su amor, aunque sea sin que lo sepamos. Lo que importa no es que sintamos simpatía por nuestro prójimo, sino que queramos amarlo, y que él lo sienta. No huyamos sistemáticamente de la gente que nos molesta. En cualquier caso, a menudo es imposible. Y incluso cuando es posible, es raramente deseable, porque nos son ofrecidos por el Señor como nuestro prójimo para amarlo y servirlo.
Sin meternos en dificultades, tomemos lo que Dios nos da como Él nos lo da. ¿Estamos decepcionados por no poder superar nuestras molestias? Lástima… ¡o mejor!
El Señor no nos pide que hagamos todo impecablemente, sino que acojamos su amor a través de los hombres que pone en nuestro camino. Nos pide que abramos los ojos para saber descubrir, más allá de lo que nos molesta o desconcierta, las maravillas que ha depositado en cada uno de nuestros hermanos. Y, poco a poco, nos enseña a dar gracias.
Christine Ponsard, Edifa - Aleteia
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