lunes, 6 de octubre de 2025

Amar a la Iglesia cuando duele

 

Seminaristas en un coro... la vocación suscita alegría, pero también habrá fracasos.

Seminaristas en un coro... la vocación suscita alegría, pero también habrá fracasos.

    Hay momentos en los que el alma se llena de gozo al contemplar la belleza de la Iglesia: un joven que entrega su vida a Cristo en el sacerdocio, que se mantiene fiel tras décadas de servicio humilde, la entrega callada de tantos que sostienen a sus comunidades con amor y sacrificio. 

    Pero también hay momentos que desgarran el corazón: cuando un sacerdote, llamado a ser reflejo de Cristo Buen Pastor, cae en comportamientos que oscurecen su vocación y hieren al pueblo de Dios.

    Es un dolor que no se esconde y que se vive con lágrimas. No son lágrimas de condena, sino de pena profunda, porque amamos a la Iglesia y sufrimos al ver que alguien llamado a la santidad se aparta del Señor. El Concilio Vaticano II lo recuerda con fuerza en Presbyterorum Ordinis: “Los presbíteros, elegidos entre los hombres y constituidos en favor de los hombres, en lo que toca a las cosas de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, conviven con los demás hombres como hermanos” (PO, 3). Precisamente por eso duele: porque no hablamos de un cargo, sino de un padre espiritual, de un hermano en la fe, de alguien configurado con Cristo mismo.

    Y no podemos engañarnos: el mal existe y actúa. El pecado no es una idea abstracta, sino una fuerza real que busca destruir la obra de Dios en el corazón humano. El Catecismo lo dice con claridad: “El pecado es, en primer lugar, una ofensa a Dios, una ruptura de la comunión con Él” (CEC, 1440). Sabemos que el maligno ataca especialmente a los pastores, porque hiriendo al pastor hiere también al rebaño. Por eso no es extraño que sintamos indignación o tristeza, pero precisamente ahí se nos pide no quedarnos en la oscuridad, sino clamar al Señor con más fe.

    Al mismo tiempo, no podemos permitir que la sombra de unos pocos oculte la luz de tantos. La inmensa mayoría de los sacerdotes son fieles, generosos, hombres que gastan su vida en el silencio de las parroquias, hospitales, misiones y seminarios. El papa Francisco lo ha dicho con gratitud: “La gran mayoría de los sacerdotes son generosos, y santos, y trabajadores. Son una bendición para el pueblo fiel” (Audiencia general, 13 de junio de 2018). Ellos son un signo de esperanza que nos recuerda que el mal no tiene la última palabra.

     Un escándalo o una caída, no tiene gracia, no arranca una sonrisa. Lo que hoy necesitamos y pedimos es la Gracia de Dios. Solo esa gracia puede curar las heridas, levantar al que ha caído y sostener la santidad de la Iglesia. Como afirma san Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).

    Como hija adoptiva de la Archidiócesis de Toledo, que ha sido mi casa y donde mi fe ha crecido, siento de forma especial esta herida. Allí he encontrado sacerdotes que han marcado mi vida,  deposito mi súplica confiada: que el Señor sostenga a todos, que sane lo que está roto y fortalezca lo que está débil.

    Amar a la Iglesia significa no cerrar los ojos al mal, sino mirarlo de frente y no perder la esperanza. Significa llorar con ella, pero también interceder por ella. Significa reconocer que el enemigo existe y actúa, pero que la gracia de Dios es más fuerte que toda tiniebla. Por eso, aun con lágrimas, nos arrodillamos en oración. Porque la oración transforma el dolor en esperanza, y la esperanza en amor renovado.

    Matilde Latorre de Silva, ReL

    Vea también    Perfil del Sacerdote fiel




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