Lunes 7 de diciembre de 2020, en “Teología para Millennials”, el sacerdote mexicano Mario Arroyo Martínez, hace un análisis sobre cómo vivir el tiempo litúrgico de Adviento durante la pandemia que vive el mundo actualmente.
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En tiempos de pandemia se nota más vivamente la necesidad de un Salvador o, dicho de otra forma, se palpa de modo tangible la limitación e insuficiencia humana. La pandemia constituye una ocasión privilegiada para vivir más intensamente el adviento, el espacio para preparar la Navidad, pues nos recuerda nuestra limitación y fragilidad, la precariedad de nuestras posibilidades.
Ciertamente nuestra fragilidad no es impotencia. La sociedad rápidamente se organizó y estableció ciertos protocolos de seguridad y funcionamiento. Los laboratorios desataron una frenética carrera para elaborar la vacuna, y a un año de distancia del inicio de la pesadilla, si bien pervive la crisis, el panorama no es tan desolador.
Sin embargo, nos ha servido para darnos cuenta de que muchas veces todos nuestros avances científicos y tecnológicos, todo nuestro poderío económico, pueden aparecer impotentes frente a un enemigo inesperado y sorpresivo, que a la postre es minúsculo. La precariedad y fragilidad de la existencia se tornan evidentes.
Digamos que ese clima es propicio para una vivencia auténtica del adviento. Tiempo de espera, de expectativa, que se solapa armoniosamente con la espera del fin de la pandemia. ¿Qué es lo que esperamos? En el adviento esperamos un Salvador, que paradójicamente ya vino, pero todavía no es patente el fruto de su venida. Pudiera parecer incluso un fracaso, pues vino para salvar al mundo, y hoy la humanidad está moralmente sumida en el pecado, atemorizada físicamente por una enfermedad. El cuadro no podría ser más desalentador.
Sin embargo, la espera desde el ángulo de la fe no podría ser más gozosa. Profesamos que Cristo ya vino, que nuestro Salvador llegó y no fracasó, por el contrario, nos salvó, aunque todavía no se manifiesten plenamente los frutos de esa salvación, solo sus indicios claros.
Esa es la alegría que precede a la Navidad, la certeza, que solo puede dar la fe, de que el mal ha sido vencido de manera definitiva, de una vez y para siempre. Pero ahora estamos en el periodo de la historia en el cual se anhela la segunda venida del Salvador, aquella en la cual lo ganado en la primera se manifieste de modo contundente e irrevocable.
Por ello, el clima espiritual de la Iglesia es análogo a la ansiosa espera de Israel por su Mesías. Análogo, pero más agudo, porque palpamos de modo tangible nuestra limitación, primero moral, ahora, gracias a la pandemia, física.
Es patente cómo una y otra vez intentamos “arreglar el mundo” sin conseguirlo, cómo cada generación de hombres debe luchar contra sus propios demonios, en una especie de agotadora carrera sin fin que remeda la tragedia de Sísifo. A veces parecen flaquear nuestros recursos morales, victimas del cansancio, la desesperanza y el desaliento.
Si a ello se añade la incertidumbre respecto a la salud, se torna más urgente la necesidad de elevar los ojos al cielo y clamar pidiendo ayuda, reconociendo que nosotros solos no podemos. Una vez más, como siempre, necesitamos de Dios.
El adviento es el tiempo en el que por excelencia tenemos una mayor lucidez y clarividencia de nuestra necesidad de Dios o, dicho a la inversa, de nuestra insuficiencia. Pero, al mismo tiempo, es la ocasión de la esperanza por excelencia, porque tenemos la seguridad de lo que aún no poseemos y anhelamos con fe.
Para quien vive bien el adviento no hay duda, Dios vendrá en el momento más oportuno, a enjugar toda lágrima y dar fin a la titánica lucha por crear un lugar armonioso para vivir, donándonos la vida eterna. Esta esperanza sobrenatural, con mayúscula, nos ayuda a sobrellevar las otras esperanzas, con minúscula, que de alguna forma penden de ella; por ejemplo, la inmediata esperanza de alcanzar el fin de la pandemia y volver a nuestra vida normal.
En cualquier caso, el adviento nos recuerda que la verdadera vida no es esta, surcada por limitaciones, sino la vida eterna, donde ya no hay sombra del ocaso, ya no hay temor de perder lo que Cristo gratuitamente nos ha donado, de una vez y para siempre. A nosotros nos toca, en este tiempo de inmediata preparación para la Navidad, fomentar en nuestro interior ese anhelo del Salvador.
MARIO ARROYO MARTÍNEZ, Zenit
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