Con las restricciones que plantea al culto público y a la asistencia a las iglesias, la pandemia podría ser la oportunidad para que muchos descubran que a Dios no lo encontramos sólo yendo a la iglesia; que podemos adorar a Dios «en espíritu y en verdad» y recrearnos con Jesús incluso estando encerrados en casa, o en nuestra habitación. El cristiano nunca podrá prescindir de la Eucaristía y de la comunidad, pero cuando esto es impedido por una fuerza mayor no debe pensar que su vida cristiana se interrumpe. Si nunca se ha encontrado a Cristo en el propio corazón, nunca se le encontrará en ningún otro lugar en el sentido fuerte de la palabra.
Hay una declaración audaz sobre la Navidad que rebota de época en época, en boca de grandes doctores y maestros de espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo, Ángel Silesio, y otros. En esencia, dice así: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace por la fe también en mi corazón?». «¿Dónde nace Cristo, en el sentido más profundo, si no en tu corazón y en tu alma?», escribe san Ambrosio. «El Verbo de Dios — se hace eco san Máximo el Confesor—, quiere repetir en todos los hombres el misterio de su encarnación». Una verdad, como se ve, verdaderamente ecuménica.
Haciéndose eco de esta misma tradición, san Juan XXIII, en el mensaje de Navidad de 1962, elevaba esta ardiente oración: «Oh Palabra Eterna del Padre, Hijo de Dios y María, renueva también hoy, en el secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento». Hagamos nuestra esta oración, pero, en la dramática situación en la que nos encontramos, añadamos también la súplica ardiente de la liturgia navideña: «Rey de los pueblos, esperado por todas las naciones, piedra angular que unes a los pueblos en uno: Ven y salva al hombre que has formado de la tierra». Ven y levanta de nuevo a la humanidad exhausta por la larga prueba de esta pandemia.
P. R. Cantalamessa, OFMCap tercera predicación de Adviento 2020
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