Sólo es posible aceptarse si se experimenta el amor incondicional de Dios en el espacio interior, en la oración, o a través de personas concretas que aman de verdad
Me gusta la imagen del camino. El dinamismo, el movimiento. No quiero quedarme quieto en este Adviento. Quiero comenzar a andar. Hacia el mundo, hacia dentro.
Quizás el camino más difícil es el que inicio hacia mi corazón. Ese camino que pasa por la autoaceptación. Sé que sólo podré aceptarme cuando me sienta y experimente muy amado y querido por Dios en lo más profundo de mi corazón.
Tal vez por eso tengo que preparar este camino del que me habla el profeta. Preparo el camino que dejará que Dios venga a mí, calme mis ansias y apacigüe mis miedos:
«En el desierto abrid camino a Yahveh, en la estepa trazad una calzada recta a nuestro Dios».
Quiero que venga hasta mí porque Él me quiere como soy, no como debería ser. Me acepta de forma incondicional, me mira como nadie antes me ha mirado.
Equivocarse de amor
¿Por qué me cuesta tanto creerme su amor? Porque en mi vida he encontrado a personas que no me han amado así, me han despreciado y humillado.
Y esa herida del desamor se la he achacado a Dios. He pensado que Él era ese amor humano, o un reflejo de ese amor imperfecto. Me he creído entonces que Dios sólo me amaba si lo hacía todo perfecto. Y poco a poco esa idea de Dios juez ha cobrado fuerza en mi alma.
Pero no es así. Dios no es así, no es como yo, no es como ese juez que reúne pruebas contra mí y pone en duda mi sanidad mental, mi capacidad, mi integridad moral. No es así Dios, aunque me lo parezca a veces.
No es ese el Dios en el que quiero creer. Me cuesta sacarme del corazón esa imagen tan equivocada de Dios. Él me ama como soy, quiere mi crecimiento y sueña con mi plenitud. Sabe cuál es mi potencial.
Ha sembrado en mi alma una semilla que un día dará su fruto. Sabe cómo soy por dentro.
Tu miseria atrae a Dios
Y es curioso, resulta que es mi debilidad, mi pecado, mi pobreza e imperfección lo que despierta su misericordia.
No me ama gracias a todos mis méritos y buenas obras. No me quiere con locura porque haya realizado grandes milagros. No son mis actos inmaculados los que más despiertan su amor.
Es una sorpresa, pero es mi pecado el que me acerca a Él. Entonces ya no me alejo de su rostro, no me escondo. Llego hasta su lado con todo mi pecado, humillado y siento que mi dolor, mi fragilidad me acercan a Él en lugar de alejarme.
En su presencia recibo un perdón misericordioso e incondicional.
Por esto se hizo niño
¿Cuál es el camino que me une con Él? Es mi camino, ese que recorro a su lado. Él está junto a mí y siento que es un Dios impotente, indefenso. Es casi como si yo tuviera que protegerlo a Él.
Y Dios me mira como ese niño en el pesebre, pobre e indefenso y despierta mi ternura. Y creo que yo soy el poderoso y Él el indefenso. Que yo lo protejo y Él suplica mi protección. Hasta que sufro mi pecado, mi humillación, mi debilidad.
Y entonces siento que su poder saca lo mejor de mí y me eleva por encima de todo mi barro. Es entonces mi camino un camino llano por el que puedo transitar con Él a mi lado.
Tomado de la mano de ese niño que parece no salvarme, pero lo hace cuando no me doy ni cuenta.
Preparar el encuentro con Dios
Quiero preparar ese camino donde tiene lugar el encuentro. Quiero salir de mí mismo, tirando los muros, destruyendo las barreras que no me dejan darme.
Quiero tocar su amor que me salva cuando yo ya no soy capaz de salvarme a mí mismo, cuando me he decepcionado una y otra vez de mi poco poder. Cuando ya no puedo hacer nada por llegar a la meta, Él sale a mi encuentro y me ama.
¿He experimentado alguna vez ese amor inmenso que Dios me tiene? Ese amor sana todas mis heridas. Y sólo entonces, en ese abrazo en medio de mi camino, surge la propia aceptación de mi debilidad.
Sólo puedo aceptarme si he experimentado el amor incondicional de Dios en mi espacio interior, en la oración, o a través de personas concretas que me han amado así.
Dios me elige una y otra vez y toma mi mano. No lo elijo yo a Él, es Él quien me busca. Yo debo ser capaz de afirmar esta verdad, incluso aunque el mundo no me elija y me olvide.
¿Quién decide lo que vales?
Mientras sean el mundo, mis amigos, parientes, jefes, conocidos, quienes decidan si he sido elegido o no, si valgo o no, si soy digno de ser amado o no lo soy, estaré condenado a la infelicidad y viviré cada día intentando demostrarles a todos cuánto valgo.
La presión del mundo es muy fuerte y tiende a empujarme a las tinieblas de la duda sobre mi valor. Caigo en el menosprecio o el rechazo.
Me pongo inseguro, dudo de mí, tengo miedo de ser rechazado, y soy entonces fácilmente manipulable por quienes me rodean.
Veo con claridad mi pecado, mi debilidad y creo que nadie podrá quererme como soy. Me equivoco. Quiero recorrer el camino eterno que me separa de ese abrazo con Dios. Sueño con el cielo, con estar siempre con Él. Dice el apóstol:
«Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante Él, sin mancilla y sin tacha».
Quiero cuidarme en este Adviento, intentar vivir sin mancha a su lado. Sé que fracasaré muchas veces, pero no temo ningún mal porque Dios me ama con locura.
Él me quiere más allá de mis pecados y caídas. Él ama mi alma como es, débil y con heridas. No me quiere perfecto, sabe como soy, y desea estar conmigo cada día.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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