En pleno confinamiento, muchos padres temen que los hijos no sepan estar entretenidos durante varios días seguidos y se queden mirando el techo. Pero, ¿y si el confinamiento fuera una oportunidad para permitirles no hacer nada de vez en cuando?
Varias semanas de confinamiento con los peques en casa… ¡menuda suerte! Mientras los padres buscan actividades que hacer todos los días con sus hijos, Etty Buzyn, psicoterapeuta y psicoanalista, aboga por el aburrimiento.
Usted aboga por “el derecho a no hacer nada”. Los padres, sin embargo, temen precisamente que sus hijos no hagan nada durante el confinamiento.
Lo cierto es que aburrirse es una experiencia formadora necesaria en la vida de un niño. La capacidad para soportar el aburrimiento sigue siendo una señal incuestionable de buena salud mental. Este tiempo en el que deja de actuar para enfrentarse a la soledad le permite dejar de esquivar sus emociones y ser capaz, por el contrario, de permitirlas desplegarse en su espacio interior. También puede hacer descubrimientos progresivamente sobre su capacidad para extraer de sí mismo los recursos necesarios para inventarse historias que aplicará más tarde en sus juegos.
Entonces, ¿la inactividad puede ser constructiva?
Para un niño, igual que para un adulto, es una forma de entregarse a la “contemplación” y a una forma de sosiego difícil de encontrar en la actividad constante. También en la inactividad es cuando sedimentan las ideas, cuando el niño encuentra la inventiva necesaria para entretenerse más tarde y dirigirse hacia aquello que le inspira. Mira a los científicos, ¡a menudo es en un momento de inactividad cuando hacen sus descubrimientos!
Por lo tanto, ¿hay que aprovechar el confinamiento para no hacer nada?
Durante todo el año se le propone a los niños actividades cada vez más sofisticadas, pero no saben observar el mundo. No tienen tiempo de experimentar las sensaciones sin la mediación de una pantalla. Al menos durante el tiempo del confinamiento, ofrezcámosles de vez en cuando ese tiempo, el tiempo de soñar, de sentirse protegidos de la agitación, al margen de la urgencia.
Algunos piensan que un niño que se aburre es un hijo al que sus padres no atienden bien…
Es porque estamos en una sociedad de la tiranía del “hacer” y de la hiperactividad, que preconiza la eficacia y el rendimiento, inclusive en los momentos de ocio. Y, efectivamente, los padres se sienten culpables cuando no proponen un ocio programado, actividades atractivas, sofisticadas o rentables. ¡No hay que temer vivir a contracorriente! No es muy complicado compartir cualquier cosa con los hijos, aunque sea una mera conversación…
Tampoco se trata de dejarles mirando el techo durante todo el confinamiento. Es beneficioso proponerles actividades bien seleccionadas. Pero no debemos descuidar esos momentos indispensables para su construcción interior en los que hacemos cosas con ellos. Darles su tiempo significa darles amor, atención, es saber reconocer los sentimientos del niño y darles el lugar que les corresponde.
Cuando un niño dice: “Me aburro”, yo a veces escucho: “Me aburres”, “Necesito hablar”, “Tengo ganas de estar contigo, ¿puedes dejar a un lado el ordenador?”. Cocinar dulces, coser, fabricar pequeños objetos, hacer manualidades con ellos son ocasiones preciosas para reencontrarse en una proximidad cálida en la que arraigan recuerdos de momentos fugaces, pero privilegiados.
¿No hay que sentirse culpable por no responder en seguida a la queja de “Mamá, me aburro”?
No. No temamos introducir una parte de prórroga, de espera y de frustración frente a esta petición. Satisfacer con demasiada rapidez a un niño le impide explotar y desarrollar sus facultades. Saber asumir una falta o una carencia es esencial para desarrollarse. Para empezar porque el hecho de sentirse satisfecho no existe, es imposible; hay que poder soportar una carencia y, a veces, incluso crearla. ¡No tengamos miedo de la frustración! Forma parte del orden natural de las cosas que los padres frustren –en proporciones razonables– y los niños repliquen, es decir, reaccionen.
En cualquier caso, no hay que temer confrontar al niño a este respecto. No hay que responder en seguida, demasiado rápido, a la queja de “Me aburro”; conviene dar tiempo al niño para encontrar por sí mismo una ocupación y así favorecer su iniciativa y su independencia de pensamiento.
Esos instantes en los que no se hace nada, esos momentos de vacuidad, son necesarios para aventurarse en la imaginación, para encontrar ideas personales, originales, que quizás no sean realizables de inmediato, pero que permitirán al niño o al adolescente proyectarse en el futuro. De lo contrario, no sería más que un automatismo de repetición diario. En el aburrimiento, uno puede imaginar otras cosas, otras soluciones, otros proyectos, otras realizaciones de uno mismo.
Entrevista realizada por Agnès Flepp, Edifa Aleteia
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