“La muerte y la vida dependen de la lengua” (Pr 18,21). Las palabras, que a veces pronunciamos a la ligera y olvidamos en cuanto son dichas, levantan el vuelo sin que midamos sus consecuencias. Aunque no siempre sea fácil controlar la lengua, existen muchas soluciones –la primera, la oración– para aprender a dominarla.
Todos hemos quedado marcados, para bien o para mal, por palabras que nos han dirigido: ánimos o reproches, palabras de amor o de ira, halagos o maledicencias. Muchos años después, todavía somos capaces de recordar ciertas palabras que tuvieron sobre nosotros una influencia determinante… incluso cuando quienes las dijeron no guardan recuerdo de ellas.
A veces, basta con un comentario amable para cambiar la perspectiva que tenemos sobre un allegado. Al contrario, dos o tres frases bastan para destruir una reputación, como si fueran banderillas clavadas con habilidad.
“Todos faltamos de muchas maneras. Si alguien no falta con palabras es un hombre perfecto, porque es capaz de dominar toda su persona. Cuando ponemos un freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, dominamos todo su cuerpo. Lo mismo sucede con los barcos: por grandes que sean y a pesar de la violencia de los vientos, mediante un pequeño timón, son dirigidos adonde quiere el piloto. De la misma manera, la lengua es un miembro pequeño, y sin embargo, puede jactarse de hacer grandes cosas” (Stgo 3,2-5).
Una palabra dicha no se recupera
Como con todos los dones de Dios, podemos dar a nuestra lengua un mejor o peor uso. Sin embargo, lo peor no debe hacernos olvidar lo mejor: el miedo a cometer faltas de palabra no debe sumergirnos en el mutismo. Aunque nuestras palabras puedan hacer el mal, también pueden bendecir, consolar, animar, alegrar: depende de nosotros dirigir el “pequeño timón” que es nuestra lengua. Para ello, evitemos hablar sin reflexionar o bajo el arrebato de la cólera.
Una palabra dicha no se recupera. Por supuesto, después podemos pedir perdón e intentar reparar el daño cometido. Pero ¿no habría sido preferible callarse en un primer momento? Cuando nos sentimos hervir de indignación, cuando estamos carcomidos por la decepción y la amargura o movidos por el deseo de brillar multiplicando las bromas de mal gusto, más vale no decir nada que decir demasiado.
“Coloca, Señor, un guardián en mi boca…”
El papa Juan XXIII, de una gran vivacidad de espíritu, prefería contener las buenas palabras que le venían a la mente antes que arriesgarse a herir a alguien… no fuera a pasar por menos espiritual de lo que era en realidad.
Coloca, Señor, un guardián en mi boca y un centinela a la puerta de mis labios” (Sal 141,3)
En medio de las conversaciones más animadas, las charlas más despreocupadas y las discusiones más apasionadas, podemos invocar esta oración para que nos brote del corazón. Unas pocas fracciones de segundo bastan para callarnos y volvernos hacia nuestro Huésped interior para armonizar nuestro corazón con el suyo y nuestras palabras a su palabra.
Esta atención a Dios, estas minúsculas playas de silencio en el mar de nuestras palabras nos ayudan a no pasarnos de la raya, a corregir el rumbo –o más bien: a confiárselo al Espíritu Santo–, con tal de no dejar que el “pequeño timón” maneje solo y sin control el navío.
El buen uso de la lengua no se mide por el número de palabras pronunciadas. Algunos serán parlanchines, otros más bien taciturnos, tanto unos como otros necesitan comprender cómo utilizar este don de Dios que es la palabra.
¿Cómo? Para empezar, quizás, atendiendo más de cerca a lo que tiene de hermoso y bueno en su interior.
Un carácter reservado va parejo a menudo de cualidades de atención y de escucha que, aunque sean discretas, son infinitamente valiosas.
No obstante, ser un lenguaraz no es necesariamente un defecto, sino más bien un talento que hacer fructificar y que poner al servicio de los demás.
La dificultad de los habladores estaría en aprender a escuchar, a sopesar el peso de sus palabras y expresarse con sinceridad sin ahogarse en un mar de palabras. En cuanto a los más reservados, necesitan comprender que abrir los labios es un medio de abrir su corazón, y que los demás necesitan de sus palabras, incluso las torpes.
Sea cual sea nuestro carácter, el buen uso de nuestra lengua no se mide por el número de palabras, sino por el amor que dejan entrever.
De la abundancia del corazón habla la lengua” (Mt 12,24).
Christine Ponsard, Edifa - Aleteia
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