martes, 4 de noviembre de 2025

Por mí y por todos mis compañeros hacia el cielo


escondidas
Las escondidas, pueden ser más que un simple juego entre amigos, nos recuerda nuestra meta de alcanzar el cielo en compañía de nuestros compañeros de vida

Hay una generación que sabía que la jornada no terminaba hasta que se celebraba una partida de escondite. Caía el sol, los padres ya habían avisado que era la última, y aún así alguien gritaba "¡empieza la cuenta!" mientras el resto salía corriendo a buscar su escondite perfecto.

En ese juego había un papel que nadie quería y todos acabarían desempeñando: contar y luego tenía que encontrar a los demás. El que decía "listos o no, allá voy". 

Y para hacerlo bien había que decir, con voz fuerte, el nombre del descubierto y el lugar exacto donde se le había pillado. No bastaba con verlo: había que correr hasta la pared o el árbol acordado y cantar el hallazgo. Así se ganaban puntos, así se demostraba que uno tenía buen ojo.

La palabra mágica de las escondidas

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Pero el escondite tenía una cláusula secreta, un giro inesperado que lo cambiaba todo. El último jugador, el que aguantaba más tiempo sin ser encontrado, podía salvar a todos los demás si lograba tocar la pared y gritar: “¡Por mí y por todos mis compañeros!”. Con esa frase mágica, liberaba a todos los pillados. 

Lo que había costado esfuerzo, estrategia y carrera se deshacía en un segundo. El que buscaba se quedaba con cara de pocos amigos; los demás, entre risas, volvían a empezar.

La comunión de los santos, detrás de las escondidas

De niños lo vivíamos como una travesura. De adultos, uno descubre que ese juego tenía más teología de la que imaginábamos. Porque ese "por mí y por todos mis compañeros" es, en el fondo, la mejor imagen de lo que significa la Comunión de los Santos.

Cada vez que vamos a misa, que rezamos un rosario o que ofrecemos un pequeño sacrificio, podemos repetir esas mismas palabras con sentido eterno: por mí y por todos mis compañeros. 

La fe nos enseña que nuestras acciones no se quedan en nosotros; que lo que hacemos, lo que sufrimos o lo que ofrecemos, puede ayudar a otros. No solo a los que vemos cada día, sino también a quienes ya se han marchado.

Ellos, los que murieron, ya entregaron su examen, quienes ahora son almas del purgatorio. No pueden añadir una línea más a su historia, pero nosotros sí podemos escribir por ellos. Podemos acelerar su encuentro con el Amor, ayudarles a alcanzar el aprobado que les permita el ascenso al cielo. 

Es la solidaridad más profunda que existe: la de los vivos que rezan por los muertos, la de los santos que interceden por los vivos, la de los que aún juegan esta partida sabiendo que al final nadie gana solo.

Ofrecimientos significativos

A veces parece un misterio difícil de explicar a los niños, pero basta recordarles aquel juego del escondite. Que entiendan que la Iglesia es eso: una gran red invisible donde unos pueden salvar a otros. Que hay acciones pequeñas —una misa ofrecida, una oración antes de dormir, una renuncia hecha con amor— que liberan a los demás.

Y si cuando éramos niños agradecíamos al compañero que nos salvaba chocándole las cinco, no dudes de que quienes reciben hoy tu "por mí y por todos mis compañeros" también te las chocarán, aunque sea desde el cielo. Allí, los salvados por tus gestos de fe serán tus mejores aliados.

El escondite se acababa siempre entre risas, con la promesa de volver a jugar mañana. Así también debería terminar cada día: sabiendo que alguien, quizá sin saberlo, está corriendo hacia la pared para pronunciar esas palabras que nos liberan a todos.

Mar Dorrio, Aleteia

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