
Preguntarnos si esta etapa de nuestra misión como padres acabará no sucede el día en que el hijo cumple dieciocho años ni cuando recibe un diploma, ni siquiera cuando se muda de casa. Ocurre cuando el padre, desde lo profundo de su conciencia, reconoce que ese ser que antes dependía de sus brazos ahora sostiene el timón de su propia vida.
Ser padre siempre ha sido una obra de amor sostenida por la inteligencia. Educar implica orientar, corregir, advertir, sembrar hábitos y vigilar el crecimiento interior. Es enseñar a caminar sin caerse, a confiar sin ingenuidad, a esforzarse sin perder la alegría, a tomar decisiones que unan carácter y bondad.
¿Cuándo llega la etapa de dejarlos ir?

Pero llega un día en que la pedagogía se retira para dar paso a la libertad. Los especialistas en parentalidad actuales coinciden en algo esencial: la misión formativa de un padre concluye cuando el hijo demuestra que ya puede gobernarse a sí mismo.
La psicóloga Lisa Damour lo resume de forma contundente:
"El verdadero objetivo de criar no es moldear a un hijo a nuestra imagen, sino capacitarlo para que pueda vivir sin nosotros. Ese es el momento en que un padre, con humildad y serenidad, reconoce que su semilla ha germinado".
¿Cuáles son las señales?
Ese instante llega cuando el hijo decide por sí mismo, asume las consecuencias de sus actos, maneja su economía, su tiempo y sus afectos. Cuando tiene un criterio moral que, aunque no sea perfecto, le permite discernir entre lo que construye y lo que destruye.
Pide ayuda solo cuando la necesita, porque ya no requiere un tutor permanente. Ya enfrenta la vida con valentía, incluso cuando por dentro aún tiembla. Entonces el padre entiende que llegó la hora de soltar las riendas sin perder el vínculo, de retirarse sin desaparecer.
¿Qué podemos hacer como padres?
Amar a un hijo adulto exige otro movimiento: volverse presencia y no control; faro y no timonel. Un padre maduro deja de supervisar para convertirse en luz disponible. No empuja el barco ni corrige la ruta; simplemente ilumina.
Y si el hijo alguna vez se pierde, sabrá hacia dónde volver la mirada. La autoridad ya no se ejerce en órdenes sino en ejemplo, en serenidad, en una sabiduría que no invade; inspira.
Qué no hacer
La sobreprotección —como recuerda el psiquiatra Daniel Siegel— produce adultos que saben obedecer, pero no saben decidir. La misión del padre no es fabricar obedientes, sino acompañar la aparición de un alma autónoma. Y cuando un padre no sabe detener a tiempo su impulso de dirigir, el hijo se asfixia o se rebela. En cambio, cuando el padre suelta con amor, el hijo crece y agradece.
Un vínculo transformador

Cuando los hijos ya vuelan por sí mismos, la relación debe transformarse en un vínculo entre dos adultos que se honran mutuamente. Un padre ya no dicta normas ni revisa deberes emocionales: ofrece algo más hondo, más puro, más libre. Ofrece su sabiduría sin imponerla, su apoyo sin exigirlo, su escucha sin juicio.
Y el hijo, desde su adultez, también aprende a mirar al padre con gratitud. Ya no lo necesita como juez ni como instructor, pero sí como raíz y como memoria. Lo busca no para que decida por él, sino para escuchar una voz que ha aprendido a ser brújula sin imponerse.
En esta transformación late también un misterio espiritual. Un viejo texto atribuido a los Padres del Desierto decía:"Ama a tu hijo sin poseerlo, para que Dios pueda habitar entre ustedes". Es una verdad luminosa: nada que se posea puede ser verdaderamente amado. Lo que se libera, en cambio, florece.
Verlos emprender su propio camino
Ser padre, es aceptar que el hijo pertenece a la Vida y no a nosotros. Es celebrar que Dios lo ha llamado a que ahora cumpla su misión, y que debemos bendecir. Es gozar al ver que ya camina por su propio pie, aunque una parte del alma extrañe los días en que cabía en nuestros brazos.
Guillermo Dellamary, Aleteia
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