Nunca sabrás el bien que puede hacer a un lector un libro, cuando sus palabras te alientan a no rendirte, a perseverar en la fe y a descubrir a Jesús en tu vida.
Eran como las 4:00 p.m. cuando un señor mayor, de larga barba blanca y gruesos anteojos, se detuvo frente a mis libros, pasó un buen rato ojeándolos, pasando sus páginas como si buscase algo perdido entre ellas. De inmediato lo supe. Su mirada era singular.
Dejó los libros un instante y me miró con sospecha como quien examina un bicho raro.
-¿Usted es el autor? – preguntó a secas.
Sonreí amablemente, asentí con la cabeza y de pronto comprendí a quién tenía enfrente. El año anterior había participado de la feria. Alguien parecido a él hizo exactamente igual y preguntó lo mismo.
Entonces soltó las palabras que estaba esperando.
–Yo no creo en Dios – dijo con brusquedad- . Yo soy ateo.
Aquello parecía un grito de auxilio. Pensé que seguro había tenido una decepción en la vida con algún creyente que lo decepcionó. Recordé la caridad con que debía tratarlo, e igual me puse feliz de verlo.
-¡Mi amigo ateo!– exclamé emocionado-. ¡Que bueno que has venido! ¡Te estaba esperando!
Mis palabras lo hicieron perder la seguridad con que me hablaba.
–¿Usted me esperaba? ¿Cómo? Si ni siquiera me conoce.
-Permítame que le explique – le respondí -. Primero me gustaría invitarlo a un café.
-¿No va a tratar de convencerme que Dios existe?
-Usted respira, ¿verdad?
-Por supuesto.
⸺No duda de la existencia del aire aunque no lo vea porque lo respira. Igual pasa con Dios. «En el vivimos, nos movemos y existimos». No deseo convencerlo de una evidente realidad, sólo tomaremos un café y charlaremos.
Entonces le conté.
-Cada año, para estos días viene una persona, se detiene frente a mis libros y me dice que es ateo. Curiosamente menciona más veces a Dios que los que creen en Él. Este es mi tercer año en la feria del Libro. Esperaba la visita de mi amigo ateo, que este año es usted.
-Qué curiosa casualidad – me dijo sorprendido.
-Yo lo llamaría Dioscidencia – le dije y sonreí.
Aceptó el café y nos sentamos a conversar. Hablamos largo rato de libros y literatura, un tema que nos apasionaba a ambos. Antes de despedirnos le obsequié uno de mis libros autografiado.
-¿Ya ve?- dijo molesto – Tratando de convencerme de la existencia de Dios.
– No amigo – le respondí -, Dios lo convencerá en su momento, sin que tenga yo que intervenir. Lo que le obsequio es solo un libro, un gesto de amistad, por el tiempo que me ha obsequiado.
Nos despedimos. Le prometí recordar su visita y rezar por él.
Sé perfectamente que la oración puede más que mis buenos deseos o mis pobres palabras. La oración, decía el padre Pío: «es la llave que abre el Corazón de Dios».
He leído biografías de grandes ateos, convertidos por un toque de gracia. En mi país dicen: “Mientras haya vida, hay esperanza”.
Yo creo en la esperanza y sé que Dios hace grandes milagros aun en nuestros tiempos.
Recemos por los que no conocen a Dios, ¿Te parece? para que sean tocados por el Altísimo, y puedan experimentarlo en sus corazones, y vivan en adelante buscando el Camino, la Verdad y la Vida.
¿Te animas a rezar esta noche por los que no creen en Dios y los que viven alejados de Él?
Sería un acto de misericordia bellísimo.
¡Dios te bendiga!
Claudio de Castro, Aleteia
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