Los frutos que da la viña son de Dios
«Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje».
El reino de Dios es esa viña, es su Iglesia, allí donde Él vive, donde yo estoy llamado a vivir con Él. Allí donde me pongo a trabajar codo con codo con Jesús, a su lado.
Soy su apóstol y Él me envía para entregar la vida. No hay cristiano que no sea apóstol. Es imposible haber encontrado el amor de Dios y no tener necesidad de contarlo, de trabajar a su lado para que la viña dé fruto.
Ser de Cristo es ser enviado como apóstol.
Después de encontrarme con Jesús, con María en el Santuario, cambia mi vida y necesito salir a contarlo a los que nunca han visto su rostro.
Arar la tierra, trabajar el campo, sembrar esperanza que pueda dar fruto. Sólo tengo que ser fiel a la promesa grabada en mi pecho.
Los discípulos en Pentecostés se volvieron apóstoles por obra del Espíritu Santo que cambió sus corazones. Con ese fuego, con ese viento, acabaron con el miedo y el pudor dentro de su alma.
Los discípulos antes eran temerosos y ahora son capaces de ponerse en camino. Es lo que hace Jesús conmigo. Me invita a su viña para que trabaje la tierra a su lado y en su nombre.
Mi única misión consiste en hablar en un lenguaje que todos entiendan. Actuar de tal manera que todos vean algo diferente, algo nuevo, un motivo para seguir esperando.
La conversión me lleva a ser apóstol. Me pongo manos a la obra en mi viña y hago todo lo que hoy escucho:
«Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar».
Me convierto en instrumento. Y eso sólo sucede cuando he tocado un amor más grande. Alguien me ha amado más de lo que nunca nadie antes me amó y más de lo que yo nunca he amado a nadie.
Necesito saberme amado por Dios en lo más profundo para convertirme en su apóstol, en viñador, en trabajador por su Reino.
Necesito vencer los miedos que tengo muy dentro, ese miedo al fracaso y al rechazo. Y ponerme a caminar por los caminos llevando vida y esperanza allí donde el Espíritu me lleve.
Tengo claro que no me anuncio a mí mismo. No hablo de mí, de mi poder, de mis capacidades. No hago ostentación de nada de lo que tengo.
Simplemente me vacío de mí mismo para llenarme de Dios. Me vacío de mi orgullo, de mis derechos, de mi vanidad, de mi búsqueda enfermiza de éxito. Y así, vacío, inútil, doy paso a Dios en mi vida.
No busco el éxito en lo que hago. No lo pretendo. Los frutos que da la viña son de Dios, no son míos, no me pertenecen. Los frutos son siempre de Dios, no del que siembra.
Yo sólo deposito la semilla en la tierra, la riego con constancia, la cuido para que no muera, ya que la viña no es mía, no me pertenece.
No soy el dueño de la viña, sólo soy uno de los trabajadores. No me he inventado yo la vida, no he fabricado la planta, no he tejido yo el fruto, no he compuesto yo los logros.
Comprendo cada vez más con el paso de los años que todo lo que hago es obra de Dios en mí. Pero también veo que en ocasiones el orgullo y la vanidad, el amor propio y mi propia pasión son siempre un peligro en mi vida.
¿Cuál es la intención que me guía cuando soy apóstol de Cristo? ¿A quién anuncio, de quién hablo?
Si no muero a mí mismo para dejar espacio a Dios en mi vida, si no logro vaciarme de mí mismo, de mis intereses, no podré nunca llenarme del Espíritu Santo.
Tengo claro que no voy a cambiar el mundo con mi propia fuerza, con mis capacidades y talentos. No puedo. La tarea es inmensa. Y yo tan pequeño…
No tengo su poder. Sólo podré hacerlo con sus fuerzas, con su gracia. No son míos esos milagros que con tanta frecuencia veo a mi alrededor. Frutos visibles, conversiones reales. Obras que son dignas de Dios, no del hombre.
Veo que ese milagro es obra de Dios en mi corazón. La primera gran obra es la transformación interior que yo mismo he vivido. Mi anhelo de santidad ya es obra suya. El deseo de querer trabajar en su viña es suyo.
Todo lo demás, los frutos que no controlo, la lluvia que no programo, la vida que yo no creo. Todo eso es de Dios y me viene dado por añadidura, no me pertenece.
De mí no depende que un campo sembrado acabe dando fruto. No depende de la intensidad que pongo para trabajar y vivir mi vida con pasión. No depende del tiempo invertido, ni de mis talentos.
Dios puede hacer que la vida surja en el desierto y debajo de las piedras. Dios puede con su luz, con su agua hacer fecunda mi vida cuando yo veo que no lo es. Yo solo no puedo hacerlo.
Lo único que pide Dios es que sea fiel, que vaya a la viña, que trabaje a su lado, que invierta mi tiempo en su presencia. Que me vacíe y me deje llenar. Que me ponga manos a la obra sin buscar excusas para no actuar.
Lo que Dios necesita es mi Fiat alegre y confiado, con eso le basta.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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