viernes, 24 de enero de 2020

¿Tus fracasos te bloquean o te impulsan?

La clave está en releer esos eventos a la luz de la presencia de un Dios
que reconstruye nuestras frustraciones

La vida es un proceso en el que nos vemos empujados a elegir constantemente entre la seguridad de permanecer en nuestra zona de confort y el riesgo de salir de nosotros mismos.
Casi siempre preferimos permanecer en la zona segura para defendernos del amargo fracaso.
Pues, como ya hemos fracasado tantas veces, intentamos archivar (en el último recodo de nuestra mente) esas experiencias negativas.
Tratamos de olvidar aquellos eventos en los que nuestra imagen se ha roto, aquellos momentos en los que la vida y las personas nos han desilusionado.
El mundo nos parece hostil y las dificultades nos parecen insuperables. Nos gustaría estar solos reflexionando sobre los fragmentos rotos, casi con la ilusión de que mágicamente se pueden volver a unir.
Esta debe haber sido más o menos la situación de Pedro cuando Jesús -una vez más- se mete en su vida y lo involucra progresivamente en su misión.
Jesús se encuentra con Pedro en una mañana amarga. Pedro está arreglando las redes después de una noche en la que no pescó nada.
Y que un pescador regrese de una noche en la que no ha atrapado nada significa que es el momento de enfrentar su propio fracaso.
Mientras lava las redes que lo traicionaron esa noche, Pedro se convierte en su juez más despiadado. Estos son los momentos en los que quieres estar solo con tu ira y, en cambio, alguien te obliga a salir.
Todo comienza por un deseo de Jesús: le pide a Pedro que mueva el bote un poco hacia la orilla para poder hablar con la gente.
Jesús se sube al bote de Pedro y se sienta. Ese bote, del que proviene la palabra, domina el mar profundo e insidioso del fracaso de Pedro y de todos los presentes.
La estrategia de Jesús continúa: le propone a Pedro que desafíe los lugares comunes para experimentar el poder de su palabra.
Jesús invita a Pedro a remar, a ir a donde es profundo. Le pide a Pedro que no permanezca en la superficie, que regrese al mar, es decir, al lugar donde esa noche experimentó su fracaso.
Al regresar a ese lugar, sin permanecer en la superficie, Pedro experimentará el amor y el poder de Cristo.
Regresar al lugar de nuestro fracaso significa releer esos eventos a la luz de la presencia de un Dios que reconstruye nuestras frustraciones.
Pedro está llamado a tomar una decisión: desafiar lo conocido o perder una oportunidad. Los que lo conocen están listos para apostar y reírse de él.
Pedro siente esa ironía y duda. Es demasiado arriesgado creerle a un carpintero que le da consejos a un pescador experto. Es obvio que no vas a pescar a plena luz del día después de una noche en la que no cogiste nada.
Pedro está acorralado y, como siempre, es en estas situaciones en las que sale lo que verdaderamente somos.
Pedro acepta el desafío, y no lo hace a ciegas. Ya conocía un poco quién era Jesús. Lucas describe, unos versículos antes, la curación de su suegra. También es probable que, algunas palabras del discurso de Jesús, tocaran su corazón.
Siempre sucede así: Jesús se da a conocer, trabaja en nuestra vida de formas misteriosas y luego nos pide que caminemos con Él en una relación cada vez más profunda.
Pedro entra al mar involucrando a otros en su experiencia. De hecho, Jesús lo había invitado a soltar las redes en plural.
Y algo sucede. La red va a explotar. Una pesca inmensa que compensa a Pedro por esa noche de fracaso. Solo no había pescado nada; con Jesús, la pesca es extraordinaria.
Pedro comprende que Dios se ha manifestado en su vida y por esto experimenta su indignidad. Pedro es amado gratis, no lo merece, le gustaría irse, desaparecer, se siente visto en el fondo y rescatado de su fracaso.
Tenemos que pasar por nuestros fracasos para descubrir nuestras nuevas y renovadas posibilidades.
A veces pensamos que el cambio pasa por la destrucción de lo que somos, pero Jesús le da a Pedro y a sus compañeros un mensaje distinto: soy amado y reconocido por lo que soy a pesar de mis fracasos.
Sucede tantas veces al comienzo de un llamado: una palabra, aún no bien entendida, nos arrastra, nos mueve y nos hace ponernos en camino. Jesús nos llama a seguirlo, no para destruir lo que somos, sino para hacernos ir más adentro.
No por sus cualidades, Simón será piedra, una garantía de estabilidad, sino precisamente porque en él descubrimos un deslizamiento de tierra continuo que, en cada movimiento que hace, deja al descubierto la piedra, la fidelidad de su Señor” (Silvano Fausti).
Luisa Restrepo, Aleteia


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