A veces Dios permite situaciones indeseadas como un confinamiento para construir nuestra santidad
Mientras medio mundo sigue en casa para intentar parar la propagación de la Covid-19, muchos se sienten abrumados por la constante presencia de otras personas –compañeros de piso y miembros de la familia que ya no se dispersan diariamente.
Otros están solos en casa, echando de menos la interacción de la vida real y pensando cómo van a continuar en el aislamiento causado por el distanciamiento social.
Para esos que se están sintiendo terriblemente solos, puede ayudar fijarse en los santos.
No solo en los santos que eligieron una vida ermitaña (aunque son una legión) sino en aquellos que fueron obligados a llevar una vida de solitud y encontraron la santidad en una vida que ellos no habrían elegido.
San Pacomio el Grande (290-346)
Nació de padres paganos en Egipto; después de su conversión, Pacomio planeó convertirse en ermitaño al igual que los santos de su época. Pero mientras estaba en el desierto, oyó una llamada a vivir en comunidad. El fruto de su tiempo en soledad fue la fundación del monacato cristiano. Aunque los cristianos habían vivido previamente en uniones sueltas de ermitaños, cada uno vivía una vida solitaria. Pacomio escribió una norma para la convivencia en común, sentando así las bases del monaquismo cristiano –y lo hizo desde la incomodidad de la soledad. Para cuando murió, Pacomio había fundado por lo menos ocho comunidades, con cientos (sino miles) de monjes y monjas.
San Patricio (siglo V dC)
No era, según su propio criterio, muy cristiano antes de ser esclavizado en Irlanda. Pero en las largas horas de soledad cuando miraba el rebaño de su Maestro, la angustia y sufrimiento de Patricio le llevaron a una profunda santidad. Más que residir en su sufrimiento, Patricio empezó a meditar sobre la bondad de Dios. Después de su huida de la esclavitud, fue ordenado sacerdote y enviado de nuevo a Irlanda, convirtiéndose en un obispo y un misionero incomparable. La Irlanda católica le debe su fe a un hombre joven que fue obligado al aislamiento y salió de él santo.
Santa Alicia de Schaerbeek (1220-1250)
Era conocida por su inteligencia y piedad incluso desde que era pequeña. Ella se pudo volver profundamente santa mientras vivía una vida ordinaria como hermana laica cisterciense en la Bélgica moderna. Pero cuando era adolescente, la vivaracha y social chica contrajo lepra, una enfermedad que era considerada tan contagiosa que Alicia fue obligada a retirarse de su comunidad y vivir aislada. Durante el resto de su vida, encontró consuelo en la Eucaristía, a pesar de perder la vista y más tarde quedar paralizada. Aunque ya no podía disfrutar de la vida social del convento, fue consolada por las visiones del mismo Jesús, quien le enseñó a sufrir bien en su soledad.
Beato Juan de Vallombrosa (1310 – 1395)
Era un monje benedictino italiano, un erudito cuya investigación sobre lo oculto se salió de control. Pronto, se le involucró en la nigromancia y otros tipos de magia negra. Cuando fue descubierto, el beato Juan no estaba arrepentido; fue recluido en la prisión del monasterio durante años. Era justo el castigo que necesitaba. Cuando fue liberado, pidió seguir como ermitaño en su celda, diciendo “he aprendido en este largo y oscuro encarcelamiento que no hay nada mejor, no hay nada más santo, que la soledad: en soledad intento seguir aprendiendo cosas divinas e ir más alto”
Beata Julia Rodzinska (1899)
Fue una hermana dominica polaca, una profesora que dirigía un orfanato, muy querida por sus cargos. Pero la orden y el orfanato fueron disueltos por los soviéticos, y cuando los nazis los invadieron, Julia fue arrestada y sentenciada a confinamiento en soledad. Durante un año, vivió sola en una pequeña celda estrecha hecha de cemento convertida en una prisión monástica. Cuando la Madre Julia fue trasladada a un campo de concentración no había perdido su fe, sino que la había fortalecido en su soledad, permitiéndola liderar a otras mujeres en la oración (particularmente el rosario) y servir los presos judíos que fueron abandonados durante un brote de tifus. La Madre Julia murió tras contagiarse de esa misma enfermedad mientras servía.
Venerable Francis-Xavier Nguyễn Văn Thuận (1928-2002)
Nació en una familia católica en Vietnam. Fue ordenado sacerdote poco después de que empezara la guerra de Vietnam, y más tarde se convirtió en obispo. Seis días antes de que Saigón cayera en manos del ejército comunista, el arzobispo Văn Thuận fue nombrado obispo coadjutor de Saigón. Fue arrestado y estuvo 13 años en un campo reeducador comunista, nueve de ellos en confinamiento solitario. Mientras estaba en prisión, escribió mensajes de esperanza en pequeños trozos de papel y los hizo pasar clandestinamente a los fieles, que luego pasaban de igual manera vino para que así él pudiese celebrar la misa. Usaba sus manos como cáliz con tres gotas de vino y una de agua en cada celebración. Sus escritos han sido recopilados y publicados, un tremendo testimonio del trabajo que Dios puede hacer en nosotros mientras estamos en soledad. Después de su liberación, el cardenal Văn Thuận fue exiliado y murió en Roma.
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