Un día caminaba nervioso por la calle. Tantas cosas que pasaban a mi alrededor me habían inquietado, hasta el punto de que estallé. Era demasiado. Muertes, enfermedades, catástrofes, guerras, medida extremas, todo sumado a mis problemas particulares me estalló en las manos.
Un ataque de pánico. Salí a la calle, nervioso, sin rumbo. En el fondo todo el mundo estaba como yo. Todos miedosos, temerosos, susceptibles, irritables. Divididos entre nosotros. Todo parecía un túnel oscuro sin salida. El agobio era demasiado fuerte para todos.
La tensión en el ambiente se podía cortar. Las noticias eran tremendas, cada vez más. Parecía que inminentemente iba a haber algún tipo de colapso, guerra, cataclismo, u otra cosa. Me fijé que todo el mundo, por la calle, iba rápido, serio, cabizbajo, sin cruzar palabra.
Por fin, caminando un rato, empecé a relajarme un poco. Y de pronto vi a una mujer anciana sentada en un banco, con su garrota, y una sonrisa en la cara. Lo primero que me llamó la atención es que no llevaba mascarilla.
Al fijarme más en ella vi que era vieja, y al mismo tiempo joven. Lucía un brillo en sus ojos. Tenía muchas arrugas, pero era muy bella. Había algo especial en ella, no sé explicarlo. Todo el mundo pasaba de largo ante ella, pero yo la vi y me detuve. Algo me llamó. Me acerqué a ella.
- ¿Cómo es que no lleva mascarilla?
- Buenos días - me contestó -. ¡Ante todo educación!
Dicho esto, me miró y sonrió. Era la sonrisa de una niña, pese a que al hacerlo todas las arrugas se apelmazaban en sus mejillas. Yo me ruboricé un poco.
- Discúlpeme. Tiene usted razón.
- Siéntate - me dijo.
En cualquier otra ocasión me habría negado, ante los riesgos de la proximidad. Pero la verdad es que no tenía nada que hacer y aquella mujer despertaba cada vez más mi curiosidad. Podría haberme marchado. Pero no lo hice.
Me senté a su lado y la miré. Ella contemplaba a la gente pasar. Estaba serena, pero a la vez triste.
- Mira a toda la gente. Qué pena - dijo -. El miedo les ha arrebatado la vida.
- Es lógico - dije yo -. Las cosas están muy mal.
Ella me miró, y arqueó las cejas.
- ¿Ah sí?
- ¡Claro! ¿No ve usted las noticias?
- ¡Uy, hijo! Yo conozco las noticias mucho antes de que sucedan. Pero no veo las noticias tal como las dan.
Aquello me resultaba confuso.
- No le entiendo.
Ella comenzó a reír jovialmente.
- ¡Muchos de los que me conocen tampoco me entienden!
- ¿No tiene miedo?
- No. Mi marido me dice siempre, todos los días, que no tenga miedo. Que todo lo que sucede acabará bien, que tiene su sentido y que a fuerza de preocuparse uno no puede alargar su vida ni un segundo. Es muy sabio, y nunca se equivoca.
Lo dijo con tal convicción que me impactó. Pero también me molestó un poco.
- Disculpe, pero eso me parece un optimismo barato. ¿No ve cómo está todo? ¿Acaso no le afecta la tensión? ¿O es que no es usted consciente de lo que está pasando? Claro, como a usted no le queda mucho...
Me mordí la lengua. Me había dejado llevar por la tensión y se me fue la lengua. Pero ella no se inmutó. Me miró con cariño.
- Lo siento - le dije.
- Hijito, me queda aún mucha vida por delante, más de lo que mucha gente piensa. Precisamente porque veo cómo está todo no temo. ¿Crees que está ha sido la única época en que hemos tenido problemas?
- Claro que no - le dije - pero nunca ha sido como ahora.
- ¿Ah, no? - me dijo sorprendida -. ¿En qué es distinto ahora?
- Hay una enfermedad que ha puesto en jaque la salud de todos los países.
- Bueno, siempre ha habido enfermedades. Y creo que no todos los países están igual, ¿no es así?
- De los que hablan en el telediario sí.
- ¿Y de los que no hablan?
Aquello me dejó perplejo. Es verdad. Había muchos lugares del mundo de los que no sabía nada. ¿Allí qué pasaba?
- Siempre ha habido enfermedades - me repitió -. Y eso fue el fin para algunos, pero para otro no.
- ¡Pero hay que cuidarse!
- ¡Claro que sí, hijo! Pero no hay que cuidarse hasta el punto de descuidarse.
- No le entiendo - repuse.
Ella se entristeció de pronto.
- Mucha gente está tan preocupada que está descuidando la paz, el respeto, la libertad de los demás. Además de su salud interior. Están desquiciados. No comprenden que no tienen que tener miedo, porque el miedo les debilita, les hace peores. Hay que hacer lo que se pueda, y luego despreocuparse - añadió -. Todo lo demás está de más. ¿Para qué tanto agobio? Hay que hacer lo que se puede hacer, y para lo demás hay que confiar. El miedo no sirve para nada.
- Pero el miedo es libre - repuse.
- ¡Ah! - exclamó -; pero podemos alimentarlo o dejarlo morir de hambre. Dime, lo que ves en tu televisión, ¿te da miedo o te lo quita? ¿Te da paz o no?
- La verdad es que no - respondí - pero hay que estar informado.
- ¿Temes que suceda algo importante y no te enteres?
Me paré a pensar. Aquello era absurdo. Si sucedía algo importante me enteraría, claro. Ver la tele solo me servía para estar más nervioso e inquieto. Además, ¿qué pasaba con todas las cosas que no decían los telediarios, con todo lo que no sabíamos de otros lugares?
- ¿Has visto alguna vez una noticia sobre alguien que pasa un día normal, ama a su gente y ayuda a aquellos con los que se cruza?
- Nunca - reconocí.
- ¿Ves? Y, sin embargo, esas cosas son más reales que todo lo que te preocupa. Esto no es el fin.
El fin. Nunca me había parado a pensar eso. Eso es lo que todos temíamos en el fondo, "el fin". Pero ¿qué era ese fin tan temible?
Como leyendo mi mente, la señora dijo:
- A cada uno le llega su fin cuando le llega. Y al mundo le llegará cuando le llegue. Tan solo hay que estar preparado en todo momento. ¿Para qué preocuparse? Mi marido dijo que esto pasaría, que hay gente poderosa a la que le interesa tener inquieta a la gente, le interesa sembrar miedo y división. La gente es así más manipulable. Y obedece mejor, aunque le pidan tonterías. Pone su corazón en lo que no es importante.
- Su marido es muy sabio - repuse.
- ¡Sí! Y muy guapo - me guiñó un ojo -. Mis verdaderos hijos no tienen miedo, no se dejan llevar por la división ni por la premura, confían en su padre y saben que todo lo que él dice se cumple siempre. Por eso tienen paz.
- ¡Cuánto me gustaría ser hijo suyo! - le dije bromeando.
- Puedes - me respondió.
Pensaba que estaba bromeando, pero ella me miraba seria. Aquello me confundió.
- ¿Cómo?
- Que puedes, si quieres. Mis hijos son todos adoptados.
- ¡Vaya! ¿Y tiene muchos?
- Más que las estrellas.
Aquella mujer misteriosa, sentada a mi lado, me estaba dando paz. Pensaba con más claridad.
- Pero ¿cómo puede su marido no equivocarse nunca?
- ¡Oh, él lo sabe todo!
En boca de cualquier persona habría sonado a locura, pero no en boca de aquella señora. Me quedé confundido.
- ¿Cómo es posible?
- Él ve todas las cosas con gran perspectiva, en cierto modo sabe hacer que al final todo salga como él quiere. No se le ve ni se le menciona, pero todo lo que pasa es parte de un plan que tiene desde hace mucho. Y saldrá bien. Él nunca se equivoca
- ¿Un plan? Pero ¿quién es su marido?
- Se llama Jesús, ya te lo presentaré. Aunque quizá te suene.
- Si es del barrio, igual le he visto.
- Mis verdaderos hijos no tienen miedo, porque saben que su padre cuida de ellos y que ni un solo pelo de su cabeza perecerá. Si llega su hora, pues es que ha llegado. Y si no, pues no. Todo lo que pasa de ahí viene de su enemigo. Y al enemigo, ¡ni agua!
- Me gustaría tener tanta confianza y paz como usted - le dije.
- Eso es fácil. Tengo un libro que te puede ayudar. Pero hay que leerlo despacio.
- Tengo muchas cosas que hacer y no tengo mucho tiempo.
- ¡Oh vaya! ¿No querrías tener paz? Tú eres quien lo ha dicho.
- Sí es verdad, pero...
- ¿Pero qué? - me interrumpió -. Siempre encontrarás “peros”. Yo soy mucho más vieja que tú. Confía en mí. Lo que hoy te parece importante quizá no lo sea. Y lo que no te lo parece quizá sea lo esencial. Eso fue lo que me enseñó mi esposo. Todo está en el plan. Nada escapa a lo que él quiere o permite y todo finalmente será para nuestro bien. Confía.
No sé por qué, pero aquellas palabras me infundían esperanza. Había verdad en sus palabras, no sé explicarlo. Era una cuestión de fiarse. Y yo elegí fiarme.
- Me encantaría conocer a tu marido - le dije.
- Yo te lo presentaré. Te voy a dar el libro. Cuando lo leas, ven a buscarme
- Vale.
Ella rebuscó en su bolso, sacó un librito y lo puso en mis manos. Me miró y me sonrió. De pronto rejuveneció. Se hizo una niña. Y luego desapareció. Es curioso, pero no me asusté. Aún no entiendo por qué. Aquello me parecía normal, era su naturaleza.
Miré el libro. "Nuevo Testamento". Al abrirlo vi una dedicatoria.
"Aquí encontrarás las palabras de mi marido. Confía. Todo se pasa. Nada escapa a su plan. No tengas miedo. Es lo que él más repite. Y ama, sin límites. Así hallarás la paz".
Firmado: tu madre, la Iglesia.
(Jesús María Silva Castignani) ReL
Vea también Leyendas negras de la Iglesia - Messori (para que vea cuántos hablan mal de ella)
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