martes, 3 de noviembre de 2020

Lo que tienen en común las personas que llegan al cielo

 


No es la perfección, ni una conducta intachable…

Estoy llamado a la santidad, eso no quiero olvidarlo. El otro día escuché una definición del padre José Kentenich sobre santidad que me dio qué pensar:

«Los santos no son más que la buena voluntad de los hombres canonizada»[1].

La buena voluntad llevada a los altares. Me gusta ese concepto.

KOŚCIÓŁ ŚWIĘTEJ ANNY W JEROZOLIMIE
Otter/Wikipedia | CC BY-SA 3.0

A veces pienso que los santos nunca yerran, no se cansan de hacer el bien, llegan a todo, cumplen con todo. Nunca están tristes ni pierden la paciencia. No caen en el orgullo en ningún momento. Jamás pecan de egoísmo ni de soberbia.

Pienso que lo santos han de cumplir todas las normas. Amar siempre a Dios por encima de todo y con toda el alma. Respetar a sus hermanos amándolos por encima de sí mismos.

Un concepto de santidad universal en el que nadie encaja, al menos nadie que conozca. Leo historias de santos y espero encontrar milagros, vidas ejemplares que yo no puedo imitar, actitudes perfectas.

Espero de ellos la infalibilidad. Espero que no me fallen nunca y siempre estén a la altura en sus actitudes y comentarios de lo que se espera de ellos.

Una vida ejemplar muy lejos de la mía, me siento tan imperfecto… Entonces es como si la santidad no tuviera que ver conmigo.

Es algo reservado sólo para unos pocos desconocidos. Los miro de lejos, no conozco sus errores y no tengo acceso a su piel humana frágil y falible.

Ese concepto de santidad que a veces me han transmitido me desconcierta. Me piden un amor perfecto que no poseo.

Me piden un cumplimiento riguroso de todo y no llego. Y luego me dicen que sea santo imitando las vidas de esos santos lejanos e inmaculados. Yo no soy de esos.

Por eso me gusta esa definición. Se canoniza mi buena voluntad, mi pobre deseo de hacer el bien, de llevar a Cristo encarnado en mi corazón tan débil y humano, tan impuro y frágil.

Pienso que la santidad de cada uno es diferente. Escribe el beato Carlo Acutis:

«Todas las personas nacen como originales pero muchas mueren como fotocopias».

El santo no muere como una fotocopia de los demás. muere siendo fiel a sí mismo, a su misión única, a su carácter y temperamento.

Fiel a la madera con la que Dios puede tallar en él una obra de arte. Fiel al barro con el que el Alfarero hace el mejor jarrón humano.

Es Dios el que se hace fuerte en mi alma única. No quiere Dios fotocopias, esclavos de galera. Necesita hombres libres fieles a su originalidad. Me necesita fiel a mí mismo y luego Él hará el resto.

La santidad no es el triunfo de la fuerza de voluntad del hombre. Es más bien el triunfo de Dios en mí, en mi alma, en mi vida pobre y limitada.

Es Él quien ensancha mi universo, despeja las nubes, acrecienta el amor de mi alma y me hace capaz de cruzar mares revueltos en medio de la tempestad.

Es Él quien sostiene mi vida para que se revista de su luz. El que aclara mis sombras y despeja mis dudas. Es Dios el que me sube a la altura de sus ojos para decirme muy quedo que me ama.

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karnavalfoto | Shutterstock

Es Él quien respira dentro de mí y me enseña a pronunciar su nombre con voz temblorosa. Y no pretende que siempre diga lo correcto, lo haga todo bien y salve a todas las vidas perdidas que encuentro.

Porque es Él quien salva y no yo. Es Él el que levanta al caído y no yo con mis débiles brazos. Es Él el que sostiene al pobre y perdido y no yo cuando me lleno de orgullo pretendiendo ser el salvador de todos. Dice un salmo:

«Esta es la generación que busca tu rostro, Señor».

Yo busco su rostro. Yo quiero conocer a Jesús. Mi buena voluntad prevalece. Quiero llegar a las alturas. Tengo una voz en mi interior que me dice cómo tengo que vivir. La escucho.

No me doblego a los moldes que el mundo me ofrece. Ni siquiera a los moldes que a veces la misma Iglesia parece ofrecerme.

Quiero ser fiel a la misión que me confía Dios en medio de mi camino. Quiero ser ese niño que se levanta cada mañana dispuesto a tocar el cielo.

Dispuesto a abrazar a ese Dios que me ama por encima de mis miserias y me quiere tal como me ha creado. Con mis talentos y defectos. Con mis grandezas y límites. Con mi barro va a hacer maravillas.

Mi propia herida, esa provocada por otros o por mi propio pecado, va a ser una fuente de vida y luz para muchos. Porque es Dios el que da luz a mis actos, el que ilumina mi camino.

Es Él en mí y yo dentro de Él, cubierto por su manto. Es su amor el que me da la fuerza. Comenta el Padre Kentenich:

«La historia de vida de los santos nos enseña que, por lo común, comenzaron a entregarse heroicamente a Dios cuando se creyeron y experimentaron tratados por Dios como la niña de sus ojos»[2].

La santidad no consiste en vivir en tensión por no saltarme ninguna norma, por respetar todas las señales, por vivir cumpliendo todo lo que me piden.

La santidad no es un libro en perfecto estado, sin anotaciones en los márgenes, ni manchas, ni desperfectos. No es canonizado mi mérito, sino mi buena voluntad. Mi deseo por hacer el bien, mis ganas de dar la vida.

El sueño de ser fiel hasta el fin de mis días. Mis ansias de amar a los demás y a Dios con toda mi alma, con todo mi ser.

[1] J. Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

Carlos Padilla Esteban, Aleteia 

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