miércoles, 25 de noviembre de 2020

Hay luz en ti y a tu alrededor, ¡deja que ilumine!

 

BARBARA FEGUŠ


Tengo en mi interior una claridad escondida. Puedo lograr que caigan las piedras y dejen ver la luz que llevo dentro. O puedo seguir tapiado por miedo a que descubran mi verdad, mi luz y mi tiniebla

La claridad siempre está detrás de la oscuridad, pero a veces no reconocemos esa luz, que permanece oculta, tanto dentro de nosotros como a nuestro alrededor.

No ha llegado aún el Adviento y ya me pide Jesús que esté muy atento. No sé la hora ni el día en el que vendrá Jesús a encontrarse conmigo:

«En lo referente al tiempo y las circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados».

Soy hijo de la luz, no de las tinieblas. Me gusta esa imagen. Me gusta la luz. Esa luz del sol que todo lo llena de vida.

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oneinchpunch | Shutterstock

Me cuesta la oscuridad, me duelen las tinieblas que me dejan sin ver.

Esperanza en la oscuridad

Los hijos de la luz llenan este mundo de esperanza. Viven en la verdad y no les importa enfrentarla, porque la verdad siempre me hace libre.

Aunque duela encontrar lo que está oculto en la oscuridad. Descubrir lo que permanecía escondido. Saber lo que hay en mi interior que no sé sacar, ni contar, ni ponerle nombre.

Pero dejar que entre la luz en mi alma acaba con esas tinieblas que no me dejan tener paz y alegría.

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Haris Mm | Shutterstock

La oscuridad siempre entristece. En ella no me reconozco. Una persona me decía hace algún tiempo:

«Siento mucho dolor. No me reconozco. No sé quién soy realmente, no sé para qué valgo».

Lo decía después de haber sufrido su pecado y sus consecuencias. Porque mis actos siempre tienen consecuencias. No me puedo olvidar.

Mis actos negativos, pecaminosos, me envenenan, me oscurecen, me quitan la alegría y la pasión por vivir.

Perdonar, a otros y a ti

Reconocer quién soy es más difícil cuando estoy turbado. Sin perdón no entra la luz en el alma. Y quizás el perdón a mí mismo es el que más me cuesta dar.

Puedo llegar a perdonar al que me ha hecho daño. Al que me hirió sin saberlo. Al que por omisión o acción dejó una huella imborrable de dolor en mi corazón.

Leyram Odacrem - CC

Eso puedo llegar a perdonarlo por la gracia de Dios. Es un perdón muy importante.

Pero el perdón que trae más luz a mi alma es el perdón a mí mismo. Perdonarme por mi pecado, por mis actos que me llenan de dolor, por mis caídas que parecen imperdonables, por mis decisiones equivocadas. Por mi mediocridad y debilidad para enfrentar las tentaciones de la vida.

Estamos heridos

Quiero reconocer que tal vez esté enfermo en mi corazón. O roto por este caminar mío que me ha dejado herido. Y tal vez por eso mis actos son consecuencia de esa rotura interior que a veces no sé de dónde viene.

Y tal vez no sea tan importante su origen. Pero sí es fundamental saber que estoy así, herido por dentro.

Y que mis actos, esos que no perdono, o mis faltas de amor, esas de las que me acuso, siembran una oscuridad muy densa dentro de mi alma.

El perdón a mí mismo trae mucha luz y mucha paz. Soy hijo de la luz. Necesito luz en mi interior para saber qué pasos dar.

La verdad es luminosa

¿Quién soy? Brota con fuerza esta pregunta en mi interior. A los ojos de Dios me muestro en mi verdad. No le puedo ocultar nada de lo que soy, de lo que pienso, de lo que hago y no hago.

Él lo sabe todo, me conoce muy bien y sabe lo que hay en mi corazón. Sabe que tengo más luz que tinieblas, más fuerza que debilidad, más belleza que fealdad.

Me gusta pensar así de Dios. Él me mira muy bien, mejor de lo que yo lo hago. Porque Dios es luz y en su luz todo es verdad. Todo se ve bello a la luz de Dios. Como ese sol que ilumina paisajes maravillosos, bosques llenos de vida.

En la noche todos los bosques son iguales, y todos los árboles y todos los rostros. Pero a la luz del día todo se llena de vida, todo lo que observo tiene color. Veo con claridad esa belleza que me enamora.

Luces que no se apagan

Hay en Madrid una advocación de María que a mí me fascina. María, nuestra Señora de la Almudena.

Leonardo-CC

Cuenta la historia que en la reconquista, el pueblo de Madrid se reunió con su obispo para ir en procesión pidiéndole a la Virgen que se manifestara.

Al comienzo de la ocupación musulmana una mujer de Dios, enamorada de María, escondió una imagen a la que el pueblo tenía mucha devoción, en el interior de una muralla. La dejó allí con dos velas encendidas.

Cuentan que el pueblo rezaba en procesión y en un momento dado se desprendieron las piedras de una muralla y dejaron al descubierto la imagen oculta. Las dos velas seguían encendidas.

Esta historia siempre me ha cautivado. La fe de esa mujer. La luz de las velas que no se apaga. María que trae la luz a los corazones que rezan con fe, caminando en procesión.

El pueblo se llenó de esperanza al ver su imagen. Se llenaron de luz. Esta realidad me conmueve.

Rompe los muros

Tengo en mi interior una luz escondida. Puedo lograr que caigan las piedras y dejen ver la luz que llevo dentro. O puedo seguir tapiado por miedo a que descubran mi verdad, mi luz y mi tiniebla.

Se me olvida que dentro de mí hay más claridad que oscuridad. Esta advocación de la Almudena, que significa muralla, tiene que ver conmigo. Ese muro puede caer si no pongo defensas.

Puede Dios lograr que venza mis miedos y deje que los demás vean quién soy, cómo soy. Verán mi pecado. Verán mi luz y eso es más fuerte. Da más vida y llena de esperanza.

Soy hijo de la luz, no lo olvido. Esa realidad me llena de vida.

Carlos Padilla Esteban, Aleteia

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