No hay recetas para estos momentos, solo dejar que el amor busque su propio camino
En mi opinión, sí y no. Sí, cuando se vive en clave de eternidad, es decir, con los ojos puestos en la vida eterna, en el cielo. El encontrarte algún día con Dios, cara a cara, es la esperanza más hermosa con la que podemos vivir.
Luego, ¿cómo prepararte para entregar a tu ser amado? También viviendo un desprendimiento profundo, sabiendo que todos los amores son prestados y despidiendo con gratitud por el tiempo compartido. Eso sí, este concepto lo entiende la cabeza, pero NO el corazón. Por eso duele tanto el decir adiós.
Lo que sí me queda claro que un duelo se experimenta muy distinto cuando se vive desde la gratitud y el amor, que cuando se vive desde el miedo y los remordimientos. De cualquier manera, la muerte siempre va a impresionar, a sorprender y a doler tanto como si te amputaran el corazón. Luego pasa el tiempo y te das cuenta que un duelo vivido de forma sana sirve para purificar y transformar corazones.
¿Pero qué es lo que duele? ¿Acaso sólo la ausencia? Esa espantosa sensación de un cuchillo traspasándote el alma es literal. Solo quien ha sufrido pérdidas profundas podría expresarlo con palabras y, sobre todo, entenderlo. Duele decir «adiós» (aunque para los que creemos en la vida eterna sabemos que es un adiós esperanzador).
Duele la falta de su presencia. Se extraña el olor de su persona. Se echan de menos las palabras y el tono de su voz. Escuchar su canción te transporta a esos momentos en los que hoy desearías que el tiempo regresara y se detuviera simplemente para mirarle, para que con palabras silenciosas pudieras decirle una vez más cuánto le amabas… pero ¿Cómo saber que pronto partiría…?
Duelen los recuerdos y las palabras no dichas; duelen los pendientes no concluidos y los problemas no resueltos; duelen los abrazos no dados, las caricias no recibidas y los besos no robados; duelen los perdones no otorgados y los acercamientos rechazados.
Duele el amor no aceptado, las llamadas no regresadas y los mensajes no contestados. Duele su presencia no presente, la impotencia de su ausencia… Quererle abrazar y no poder consolándote con el recuerdo del último apretón que recibiste de ella.
Te quieres envolver en sus brazos protectores y solo te puedes aferrar a la almohada empapada de tu dolor. Quieres escuchar su voz, necesitas sus consejos y a lo lejos sólo escuchas su recuerdo, porque no hay nadie que conteste o que dé respuesta a tanto sufrimiento.
Duele que el mundo la olvide y que la huella de amor que dejó alguna vez se borre. Ciega tanto el sufrimiento de una pérdida que el día se vuelve noche; amaneces sin querer amanecer porque sabes que te espera un día más de lágrimas, de ese dolor en el pecho que no te deja respirar. El llanto te ahoga, vives sin vivir. Simplemente piensas, ¿ahora cómo hago para seguir sin ti? Me quiero ir contigo y no puedo… Sigo aquí sin seguir… Vivo sin vivir…
¿Y qué sigue después? Aprender a vivir de manera diferente, hacer mío el dolor, tan mío que aprenda a vivir con él. Luego éste se transforma, el sufrimiento cambia, todo adquiere un significado distinto.
Que si el duelo tiene 5 o 6 etapas, dicen los expertos… Esas etapas de duelo fue un modelo que E. Kubler-Ross creó mientras trabajaba con pacientes terminales de cáncer, es decir, las 5 etapas (negación, enojo, negociación, depresión y aceptación) es el proceso experimenta una persona que va a morir y hoy en día es aplicado a todo proceso de duelo sin distinción.
Pero cuando estás de luto, ¿de qué te sirve saber en qué etapa estás? Que me digan en cuál de esas etapas te voy a dejar de extrañar; en cuál te voy a dejar de sufrir, en cuál te dejaré de llorar cuando tu recuerdo se apodere de mí alma y te quiera gritar con la impotencia de una hija huérfana que le reclama al cielo, ¿por qué te fuiste, por qué me dejaste? ¿En qué etapa se le deja de sufrir a un hijo o a ese hermano que no merecía morir así?
Mientras comienzas a vivir ese proceso escuchas frases de gente de buena voluntad que te suenan tan absurdas: “Ella ya está en un mejor lugar” y uno piensa por dentro, “¡Pues no! Yo la quiero conmigo”. Y que tal esa de “Ya tienes otro angelito en el cielo para cuidarte” ¿Ah sí? ¡Pues no! Yo no quiero otro angelito, ya tengo uno. Yo le quiero a ella, aquí junto a mí, cuidándome aquí, abrazándome aquí.
O esa frase que me pone los pelos de punta: «¡échale ganas!» ¿Echarle ganas? ¿Cómo se le hace? Pujo para que salgan las ganas, ¿o cómo? Neta, cómo echarle ganas si lo que siento es querer morir junto con el que se fue. Esa es la sensación, muerte en vida. Por eso, necesitamos aprender a dejar vivir a cada quien su duelo como vayan pudiendo y solo acompañemos, calladitos. En esos momentos el único que de verdad consuela es Dios, si tienes fe.
Un duelo es tan personal y único como estrellas hay en el firmamento. Cada pérdida es única y digna de ser vivida de acuerdo a nuestras capacidades personales. Aquí lo único importante es vivirlo tan profundamente como podamos, siempre de la mano de Dios.
Dicen que el tiempo todo lo cura y yo no estoy tan de acuerdo con eso. El tiempo te enseña a vivir con la pérdida, pero no podemos hablar de curación cuando el dolor que sentimos viene de un profundo amor. Además, sólo se cura lo que está enfermo y el amor no es una enfermedad. Un duelo que viene del amor no necesita curarse sino vivirse. Además, si el curar implica que te voy a dejar de extrañar y de pensar, prefiero no curarme, porque tu vivirás mientras tu recuerdo viva en mí.
Por qué somos tan necios y no gozamos de la presencia de nuestros seres amados como si de verdad hoy fuera su último día.
De mi corazón al tuyo, LI.
Luz Ivonne Ream, Aleteia
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