
El enojo llega sin preguntar, pero nunca sin motivo. Trae consigo un mensaje cifrado de nuestro carácter. No es enemigo; tampoco amigo. Es parte de ti que exige ser escuchada, comprendida, refinada. El fuego puede destruir, pero también puede alumbrar, si sabes como danzar con él sin quemarte los pies.
El enojo no nace solo. Es flor de raíz profunda

A veces brota del ego herido, como un niño que llora por no ser visto. Otras, lo empuja la frustración, como mar golpeando muelles que no ceden. Muchas veces es tristeza antigua con disfraz de trueno. Y detrás de ese estruendo, hay un cuerpo que pide descanso, alimento, un abrazo.
Pensamientos rígidos, exigencias desmedidas, expectativas no cumplidas… Todo eso alimenta la ira y el enojo. Pero el fuego, por sí solo, no es malo. Solo necesita cauce.
La alegría de san Felipe vs el enojo
San Felipe Neri solía responder a los agravios con una carcajada. Tenía por espada una alegría luminosa; por escudo, un humor desarmante. No era superficialidad, sino sabiduría que entiende que lo solemne a veces se oxida, y que la ligereza —cuando no niega el dolor— puede ser medicina.
La risa, decía él, es como agua bendita para las heridas del alma. Y en sus labios, el perdón no era una orden, sino una danza.
En medio de la llama existe un silencio. Un suspiro de libertad. Ese instante previo a la explosión, donde aún puedes elegir hacer algo distinto. Ese momento sagrado en el que el cuerpo tiembla, la cara arde y los dientes se aprietan… pero tú mejor decides respirar.
Inhalar como quien acaricia el aire
Exhalar como quien suelta un peso que ya no quiere cargar. Esa pausa, aunque breve, es maestría. Es el alma diciendo: "Yo gobierno este instante". Y cuando el fuego se aquieta, las brasas revelan sus secretos: ¿qué lo encendió? ¿qué necesidad no escuché?
Tal vez no era tan grave. Tal vez era solo una piedra. Tal vez el otro también tenía miedo, y yo solo vi su escudo. Tal vez… yo también estaba cansado.
Y allí, en ese reconocimiento, nace una mirada compasiva. Ponerse en los zapatos del otro, aunque aprieten. Y luego, con la misma suavidad, volver a los tuyos. Y perdonarte. Por haber herido. Por no haber sabido tolerar. Por seguir aprendiendo a amar sin miedo.
¿Qué necesitaba en ese momento?

Y cuando esa respuesta te abrace, deja que la pregunta evolucione: ¿Qué puedo hacer ahora? La acción consciente disuelve la culpa. La presencia limpia el rencor. Y al final de todo, si hay una sombra que nos impide tener paciencia con los hechos, los errores, los defectos, míos y los de los demás.
Un acto mayor sería que dejemos todo lo anterior para optar por el perdón. Soltar la cuerda que nos ata al pasado a lo sucedido. Dejar caer la piedra caliente que estás llevando en las manos.
Mirarte con ternura
Aceptar que no lo sabías todo, que hiciste lo que pudiste, que estás creciendo. Qué estás aprendiendo. Y entonces, como decía también San Felipe Neri, dejar que el corazón vuelva a reír.
Guillermo Dellamary, Aleteia
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