Discurso a los obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas y a loas agentes laicos de pastoral.
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Queridos hermanos obispos
queridos sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas y seminaristas
queridos agentes pastorales, hermanos y hermanas
¡dicsértessék a Jézus Krisztus! [¡laudetur Jesus Christus!]
Me alegra estar de nuevo aquí después de haber compartido con vosotros el 52º Congreso eucarístico internacional. Ha sido un momento de gran gracia y estoy seguro de que sus frutos espirituales están con vosotros. Doy las gracias al arzobispo Veres por el saludo que me ha dirigido y por haber recogido el deseo de los católicos de Hungría con las siguientes palabras: «En este mundo cambiante queremos testimoniar que Cristo es nuestro futuro». Cristo. No ‘el futuro es Cristo’, no: Cristo es nuestro futuro. No las cosas cambiantes. Este es uno de los requisitos más importantes para nosotros: interpretar los cambios y las transformaciones de nuestro tiempo, intentando afrontar los retos pastorales lo mejor que podamos. Con Cristo y en Cristo. Nada fuera del Señor, nada lejos del Señor.
Pero esto es posible mirando a Cristo como nuestro futuro: Él es «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso» (Ap 1,8), el principio y el fin, el fundamento y la meta última de la historia humana.
Contemplando en este tiempo pascual su gloria, la de Aquel que es «el Primero y el Último» (Ap 1,17), podemos mirar las tormentas que a veces azotan nuestro mundo, los cambios rápidos y continuos de la sociedad y la crisis de fe del propio Occidente con una mirada que no cede a la resignación y que no pierde de vista la centralidad de la Pascua: Cristo resucitado, centro de la historia, es el futuro. Nuestra vida, por muy marcada que esté por la fragilidad, está firmemente puesta en sus manos. Si lo olvidamos, también nosotros, pastores y laicos, buscaremos medios e instrumentos humanos para defendernos del mundo, encerrándonos en nuestros confortables y tranquilos oasis religiosos; o, por el contrario, nos adaptaremos a los vientos cambiantes de la mundanidad y, entonces, nuestro cristianismo perderá vigor y dejaremos de ser sal de la tierra. Volver a Cristo, que es el futuro, para no caer en los vientos cambiantes de la mundanidad, que es lo peor que le puede pasar a la Iglesia: una Iglesia mundana.
Éstas son, por tanto, las dos interpretaciones –me gustaría decir las dos tentaciones– de las que debemos cuidarnos siempre como Iglesia: una lectura catastrofista de la historia presente, que se alimenta del derrotismo de quienes repiten que todo está perdido, que ya no existen los valores del pasado, que no sabemos adónde iremos a parar.
Es hermoso que el reverendo Sándor expresara su gratitud a Dios, que le ha «liberado del derrotismo». ¿Y qué hizo de su vida, una gran catedral? No, una iglesia pequeña, rural, de emergencia. Pero lo consiguió, no se dejó vencer.
¡Gracias, hermano! Y luego el otro riesgo, el de la lectura ingenua del propio tiempo, que en cambio se basa en la comodidad del conformismo y nos hace creer que todo está bien después de todo, que el mundo ya ha cambiado y debemos adaptarnos… sin discernimiento; esto es malo. Aquí, contra el derrotismo catastrófico y el conformismo mundano, el Evangelio nos da ojos nuevos, nos da la gracia del discernimiento para entrar en nuestro tiempo con actitud de acogida, pero también con espíritu de profecía. Por tanto, con una apertura acogedora a la profecía. No me gusta utilizar el adjetivo «profético», está demasiado usado. Sustantivo: profecía. Vivimos una crisis de sustantivos y recurrimos tan, tan a menudo a los adjetivos. No: profecía. Espíritu, actitud acogedora, abierta, con profecía en el corazón.
A este propósito, quisiera detenerme brevemente en una bella imagen utilizada por Jesús: la de la higuera (cf. Mc 13,28-29). Nos la ofrece en el contexto del Templo de Jerusalén. A los que se quedaban admirando sus hermosas piedras y vivían así una especie de conformismo mundano, poniendo su seguridad en el espacio sagrado y en su solemne grandeza, Jesús les dice que no hay que absolutizar nada en esta tierra, porque todo es precario y no permanecerá piedra sobre piedra –estamos leyendo en estos días en el Oficio Divino el Apocalipsis, donde nos muestra que no permanecerá piedra sobre piedra–, pero, al mismo tiempo, el Señor no quiere inducir al desánimo ni al miedo. Y por eso añade: cuando todas las cosas pasen, cuando caigan los templos humanos, cuando sucedan cosas terribles y haya violentas persecuciones, entonces «verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes con gran poder y gloria» (v. 26). Y es aquí donde nos invita a mirar a la higuera: «De la higuera aprendéis la parábola: cuando su rama se ablanda y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros: cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca, que está a las puertas» (vv. 28-29). Por tanto, estamos llamados a acoger como una planta fecunda el tiempo en que vivimos, con sus cambios y sus desafíos, porque a través de todo esto –dice el Evangelio– el Señor se acerca. Y mientras tanto, estamos llamados a cultivar este tiempo nuestro, a leerlo, a sembrar el Evangelio, a podar las ramas muertas del mal, a dar fruto. Estamos llamados a una acogida con profecía.
Acoger con profecía: se trata de aprender a reconocer los signos de la presencia de Dios en la realidad, incluso allí donde no aparece explícitamente marcada por el espíritu cristiano y nos llega con su carácter desafiante o cuestionador. Y, al mismo tiempo, se trata de interpretarlo todo a la luz del Evangelio sin mundanizarnos –¡cuidado!– sino como heraldos y testigos de la profecía cristiana.
Cuidado con el proceso de mundanización. Caer en la mundanidad es quizá lo peor que le puede pasar a una comunidad cristiana. Vemos que incluso en este país, donde la tradición de la fe permanece firmemente arraigada, asistimos a la difusión del secularismo y de lo que le acompaña, que a menudo corre el riesgo de amenazar la integridad y la belleza de la familia, de exponer a los jóvenes a modelos de vida marcados por el materialismo y el hedonismo, y de polarizar el debate sobre nuevas cuestiones y desafíos.
Por eso, la tentación puede ser endurecerse, cerrarse en banda y adoptar una actitud de «combate». Pero estas realidades pueden representar oportunidades para nosotros los cristianos, porque estimulan la fe y la profundización en ciertos temas, nos invitan a preguntarnos cómo estos desafíos pueden entrar en diálogo con el Evangelio, a buscar nuevos caminos, instrumentos y lenguajes.
En este sentido, Benedicto XVI afirmó que las distintas épocas de secularización vienen en ayuda de la Iglesia porque «han contribuido de modo esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones […] significaron cada vez una profunda liberación de la Iglesia de las formas de mundanidad» (Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011). Frente a cualquier tipo de secularización, hay un desafío y una invitación a limpiar la Iglesia de toda mundanidad. Volvamos a esta palabra, que es la peor: caer en la mundanidad es lo peor que nos puede pasar. Es un paganismo suave, es un paganismo que no te quita la paz, ¿por qué? ¿Porque es bueno? No, porque te anestesia.
El compromiso de entrar en diálogo con las situaciones de hoy pide a la Comunidad cristiana estar presente y testimoniar, saber escuchar las preguntas y los desafíos sin miedo ni rigidez. Y esto no es fácil en la situación actual, porque no faltan cansancios en el interior. En particular, quisiera subrayar la sobrecarga de trabajo de los sacerdotes. Por una parte, en efecto, las exigencias de la vida parroquial y pastoral son numerosas, pero, por otra, las vocaciones disminuyen y los sacerdotes son pocos, a menudo avanzados en años y con algunos signos de fatiga. Se trata de una condición común a muchas realidades europeas, respecto a la cual es importante que todos –párrocos y laicos– se sientan corresponsables: ante todo en la oración, porque las respuestas vienen del Señor y no del mundo, del sagrario y no del ordenador.
Y luego en la pasión por la pastoral vocacional, buscando la manera de ofrecer con entusiasmo a los jóvenes el encanto de seguir a Jesús incluso en la consagración especial.
Es hermoso lo que nos contó sor Krisztina… ¡Pero la suya fue una vocación difícil! Porque para hacerse dominica primero la ayudó un sacerdote franciscano, luego los jesuitas con los ejercicios… y al final se hizo dominica. ¡Bravo! ¡Qué buen camino has tomado! Es hermoso lo que nos contaste sobre ‘discutir con Jesús’ por qué te llamó –él quería que llamara a las hermanas, no a ti–; ¡hay necesidad de quienes escuchan y ayudan a discutir bien con el Señor! Y, más en general, hay necesidad de iniciar una reflexión eclesial –sinodal, a hacer todos juntos– para actualizar la vida pastoral, sin contentarse con repetir el pasado y sin tener miedo a reconfigurar la parroquia en el territorio, pero poniendo la evangelización como prioridad e iniciando una colaboración activa entre sacerdotes, catequistas, agentes de pastoral, profesores. Ya estáis en este camino: por favor, no os detengáis.
Buscad los caminos posibles para colaborar gozosamente en la causa del Evangelio y llevar adelante juntos, cada uno con su propio carisma, la pastoral como anuncio, anuncio kerigmático, es decir, que mueve las conciencias. Es hermoso en este sentido lo que nos decía Dorina sobre la necesidad de llegar al prójimo a través de la narración, de la comunicación, tocando la vida cotidiana. Y aquí me detengo un poco para subrayar la hermosa labor de los catequistas, este antiquum ministerium. Hay lugares en el mundo –pensemos en África, por ejemplo– donde la evangelización la llevan a cabo los catequistas. Los catequistas son pilares de la Iglesia. Gracias por lo que hacéis. Y doy las gracias a los diáconos y a los catequistas, que tienen un papel decisivo en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones, y a todos aquellos, profesores y formadores, que se comprometen generosamente en el campo de la educación: ¡gracias, muchas gracias!
Permítanme decir entonces que una buena pastoral es posible si somos capaces de vivir ese amor que el Señor nos ha mandado y que es don de su Espíritu. Si estamos distantes o divididos, si nos volvemos rígidos en nuestras posiciones y grupos, no damos fruto; pensamos en nosotros mismos, en nuestras ideas y teologías. Es triste cuando estamos divididos porque, en vez de jugar en equipo, jugamos el juego del enemigo: el diablo es el que divide, y es un artista en hacerlo, es su especialidad. Y vemos obispos desconectados entre sí, sacerdotes en tensión con obispos, sacerdotes mayores en conflicto con los más jóvenes, diocesanos con religiosos, presbíteros con laicos, latinos con griegos; nos polarizamos en cuestiones que conciernen a la vida de la Iglesia, pero también en aspectos políticos y sociales, atrincherándonos en posiciones ideológicas.
¡Que no entren las ideologías! La vida de fe, el acto de fe, no pueden reducirse a ideología: eso es del demonio. No, por favor: la primera pastoral es el testimonio de comunión, porque Dios es comunión y está presente donde hay caridad fraterna. Superemos las divisiones humanas para trabajar juntos en la viña del Señor. Sumerjámonos en el espíritu del Evangelio, arraiguémonos en la oración, especialmente en la adoración y en la escucha de la Palabra de Dios, cultivemos la formación permanente, la fraternidad, la cercanía y la atención a los demás. Se ha puesto en nuestras manos un gran tesoro, ¡no lo desperdiciemos persiguiendo realidades secundarias al Evangelio!
Y aquí permítanme decirles: cuidado con el chisme. El chisme entre obispos, entre sacerdotes, entre monjas, entre laicos… La crítica destruye. Parece una cosa tan bonita, la cháchara, un caramelo de azúcar, es bonito charlar de los demás. Uno cae a menudo en esto. Ten cuidado, porque es el camino de la destrucción. Si una persona consagrada o un laico que vive en serio, consigue no chismorrear nunca sobre otro, ése es un santo. Id por este camino: nada de chismorreos. «Eh, Padre, es difícil, porque a veces uno se resbala: ese comentario, ese otro…». Hay un buen remedio contra el chisme: la oración, por ejemplo; pero hay otro buen remedio: morderse la lengua. Te muerdes la lengua y no parloteas. ¿De acuerdo?
Y otra cosa quiero decir a los sacerdotes, para ofrecer al pueblo santo de Dios el rostro del Padre y crear un espíritu de familia: no seamos rígidos, sino tengamos miradas y acercamientos misericordiosos y compasivos. Sobre esto quiero subrayar una cosa: cuál es el estilo de Dios. El primer estilo de Dios es la actitud de cercanía. Él mismo lo dijo en el Deuteronomio: «Dime, ¿qué pueblo tiene a sus dioses tan cerca de sí como tú me tienes a mí?». La actitud de Dios es la cercanía, con compasión y ternura. Cercanía, compasión y ternura: ése es el estilo de Dios. Sigamos con este estilo. Yo, ¿soy cercano a la gente, ayudo a la gente, soy compasivo o condeno a todo el mundo? ¿Soy tierno, suave? Para esto, nada de rigidez, sino cercanía, compasión y ternura. A este respecto, me han impresionado las palabras del P. József, que ha recordado la entrega y el ministerio de su hermano, el Beato János Brenner, bárbaramente asesinado con sólo 26 años. ¡Cuántos testigos y confesores de la fe tuvo este pueblo durante los totalitarismos del siglo pasado! ¡Han sufrido tanto! El Beato János experimentó tanto sufrimiento en su propia piel y le habría sido fácil guardar rencor, encerrarse en sí mismo, endurecerse. En cambio, fue un buen pastor.
Esta actitud nos capacita para la acogida, una acogida que es profecía: es decir, para transmitir el consuelo del Señor en las situaciones de dolor y pobreza del mundo, estando cerca de los cristianos perseguidos, de los emigrantes que buscan hospitalidad, de las personas de otras etnias, de cualquier persona necesitada. Tenéis grandes ejemplos de santidad en este sentido, como san Martín. Su gesto de compartir su capa con los pobres es mucho más que una obra de caridad: es la imagen de la Iglesia hacia la que hay que tender, es lo que la Iglesia de Hungría puede llevar como profecía al corazón de Europa: la misericordia, la proximidad.
Pero quisiera recordar también a San Esteban, cuya reliquia está aquí a mi lado: él, que confió primero la nación a la Madre de Dios, que fue un intrépido evangelizador y fundador de monasterios y abadías, supo también escuchar y dialogar con todos y ocuparse de los pobres: les bajó los impuestos y fue a mendigar disfrazado para no ser reconocido. Ésta es la Iglesia que debemos soñar: una Iglesia capaz de escucharse, de dialogar, de cuidar a los más débiles; una Iglesia acogedora para todos, una Iglesia valiente para llevar a cada uno la profecía del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Cristo es nuestro futuro, pues es Él quien guía la historia, Él es el Señor de la historia. Vuestros confesores de la fe estaban firmemente convencidos de ello: tantos obispos, sacerdotes, monjas y religiosos martirizados durante la persecución atea dan testimonio de la fe granítica de los húngaros. Y no es una exageración, estoy convencido: tenéis una fe granítica, y damos gracias a Dios por ello.
Quisiera recordar al Cardenal Mindszenty, que creía en el poder de la oración, hasta el punto de que aún hoy, casi como un dicho popular, se repite aquí: «Si hay un millón de húngaros rezando, no tendré miedo del futuro». Sed acogedores, sed testigos de la profecía del Evangelio, pero sobre todo sed mujeres y hombres de oración, porque la historia y el futuro dependen de ello. Os doy las gracias por vuestra fe y vuestra fidelidad, por todo el bien que sois y hacéis. Y no puedo olvidar el testimonio valiente y paciente de las Hermanas húngaras de la Compañía de Jesús, a las que conocí en Argentina, después de que hubieran abandonado Hungría durante la persecución religiosa. Eran mujeres de testimonio, ¡eran buenas! Con su testimonio me hicieron mucho bien. Rezo por vosotras, para que, siguiendo el ejemplo de vuestras grandes testigos de la fe, nunca os dejéis atrapar por el cansancio interior, que nos lleva a la mediocridad, y sigáis adelante con alegría. Y os pido que sigáis rezando por mí.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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