Cuando quieres dejar de hacer daño a las personas pero no resulta, ¿qué hacer?
Me cuesta herir a las personas. Me duele hacerles daño. Me siento frágil cuando digo lo que no corresponde, o lo escribo. Cuando omito esos gestos de cariño que los demás necesitan o esperan.
El tamaño de mi cariño está relacionado con mis gestos que lo expresan. Pero no siempre lo hago bien, o no lo hago como esperan de mí, de la forma que desean.
Hiero pasando por alto los gustos de los que me aman. No valoro sus opciones dejándome llevar por lo que yo deseo. Ignoro sus preferencias haciendo caso omiso de sus reclamos. Y hago daño.
Me cuesta hacer daño de forma gratuita. Causar heridas que quedan grabadas en el alma para siempre. Es tan sencillo quebrar un jarrón sin pretenderlo…
Y luego es imposible que las piezas encajen perfectamente. La herida ya está ahí y yo no puedo borrarla. Aunque lo intento con perdones, en forma de palabras y de gestos. No bastan. Ya nada basta.
Nada sirve para reparar la herida causada. No puedo volver al instante previo al daño. El mal está hecho. Por eso me duele tanto herir, no responder al amor que me tienen, no dar lo que esperan de mí.
No quiero hacer daño, ni tampoco abusar de mi poder cuando lo tengo. Olvidarme de hacer lo que me piden que haga. Ignorar al que necesita ser escuchado en un momento determinado, cuando yo no me doy cuenta.
Me duele tanto causar daño a los que están ya heridos, por otros o por mí mismo con anterioridad. Me espanta cometer errores que nunca se olvidan ni perdonan.
Una palabra mal dicha, un silencio mal guardado, una respuesta incorrecta, un gesto estúpido. Me duele no ser tan capaz de hacer el bien que deseo en lugar de ese mal que detesto.
Me oprime el alma esa sensación de pena por no lograr los resultados que mi amor siempre ha soñado. Ese deseo de hacerlo todo bien, perfecto.
Pero no puedo.
Por eso me da miedo que la profundidad del daño sea irreparable. La percepción de mis acciones y omisiones es subjetiva, impredecible su eco.
A menudo el daño que causo es sin intención. La convivencia, el compartir la vida, los roces, la cercanía, la intimidad. Todo hace que cometa errores.
Y temo que mi ofensa nunca sea perdonada. Incluso cuando yo no me siento tan culpable. Pero creo que quizás no merezco ese perdón que busco. He hecho daño a aquel que es vulnerable. He herido sin cuidarme en mis gestos.
Sé que llevar cuenta del daño que me hacen es algo habitual. Guardar en el ánimo los golpes recibidos es una actitud común.
¿Cómo se puede perdonar al que me ha hecho daño, al que me ha herido? ¿Cómo olvidar al que me ha ignorado? Los daños causados y recibidos. Las heridas que sufro y las que alguien me causa. Los olvidos que me duelen y mis olvidos que les duelen a otros.
Y todo esto en un vaivén que tiene la vida. Paso de causar daño a alguien a que me lo causen a mí. Paso de perdonar a que me tengan que perdonar. Todo en un continuo ir y venir.
Mi deseo de ser perdonado. El deseo de otros de que yo les perdone. A menudo me siento yo herido y tengo que perdonar. Y mi orgullo me lo pone difícil. Y confundo el perdón con el olvido. Y vivo en esas luchas internas que sufre el alma.
Para no herir a nadie tendría que protegerme más. Quizás no vincularme tanto y así no crear expectativas. Tratar de no amar más de la cuenta, para no herir ni ser herido. Pero me doy cuenta de cómo es mi alma. Y no puedo evitarlo.
Sé muy bien que cuanto más amo más puedo ofender y herir, y más expectativas creo. Y cuanto menos amo quizá menos daño causo, porque nada esperan de mí.
Pero no amar me empobrece y no tiene nada que ver conmigo. No puedo vivir sin vincularme. Y tal vez prefiero llegar a herir sin pretenderlo, antes que no amar pasando de puntillas por la vida.
Escondido en mi guarida, olvidado entre mis muros. Me veo siempre ante esa disyuntiva: o amo más hiriendo más al mismo tiempo, haciendo daño o siendo yo dañado, o amo menos hiriendo menos, escondiéndome más y viviendo sin alegría.
Ese juego constante que se da entre los amantes es el que el alma desea. La vida es más rica cuando soy capaz de entregarme, de darme, de amar y servir la vida que se me confía.
Entre aquellos que abrazan y aquellos que se alejan, opto por el abrazo. ¡Qué difícil amar sin herir nunca! ¡Qué difícil herir cuando no se ama!
O tal vez sí, porque la falta de amor daña a quien espera más de mí, más entrega, más amor, más gestos. Entonces tampoco me sirve esconderme en una cueva. Siempre alguien se sentirá herido por mi ausencia.
Vuelvo a optar por el amor, por dar la vida, por exponerme. Aunque hiera y tenga que ser perdonado o perdonar.
Y para ello, una inspiradora frase de san Benito sobre el amor:
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