¿Dejaré de creer cuando las cosas no sean como yo había soñado?
Una cosa es la fe, mi experiencia de Dios que me lleva a creer y otra aquello en lo que creo. Creo porque amo. Creo porque me he encontrado con Jesús y Él lo ha cambiado todo en mi vida. Creo en Él que me acompaña en medio del caos, en medio de la incertidumbre y sostiene mis pasos. Esta fe es la más importante.
A menudo le pido a Dios que aumente mi fe, que la haga más sólida, más firme. No le estoy pidiendo que aumente el número de cosas en las que creo. Lo que deseo es que aumente esa fe en Jesús que me hace amarlo con más fuerza. Le pido que me enseñe el camino más claro, que me abrace por la espalda para no sentirme solo.
Esa experiencia profunda es la que determina si soy realmente creyente o no lo soy. La profundidad de mi fe. Las raíces hondas que se adentran dentro de la tierra de mi alma. En lo más hondo de mi ser. Esa fe es la que necesito reforzar. Nada podrá cuestionarla.
Comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Nuestra fe es en un Dios que se entrega y se derrama. Cuerpo entregado, sangre derramada. ¿Tú te crees que se puede tocar a Jesús? Extiende la mano y cree que está. Si no te lo crees te paralizas. Tengo que extender la mano. Estás tocando la vida. Esto es la fe».
Mi fe es muy concreta, es personal. Creo en Él. Creo en su verdad en mi vida. Creo que puedo tocarlo en medio de mi camino. Creo que me mira conmovido cada mañana y me enseña a caminar. Esta fe es la que me sostiene en tiempos de incertidumbre.
Siempre he sentido la vulnerabilidad en mi vida. He notado mi fragilidad y he visto la fugacidad de los momentos de cielo. He palpado la herida en la piel, en el alma. Y he sabido que sólo su poder, el de ese Jesús enamorado, podría sanar mi corazón herido. Esa fe es la que me sostiene cuando no sé muy bien cómo va a seguir el camino.
No alcanzo a comprender la niebla que oculta mis siguientes pasos. La fe en Jesús me ilumina siempre. Así ha sido desde que me encontré con Él en el camino. Eso me da tanta paz. No sé si mi fe es a prueba de golpes. La vida me los dará, ya lo ha hecho, y pondrá a prueba la hondura de mi amor creyente.
¿Dejaré de creer cuando las cosas no sean como yo había soñado? Veo a personas que pierden su fe cuando las circunstancias se tornan muy adversas. Perecía que Dios era estupendo cuando sus planes se realizaban sin contratiempos. Y súbitamente todo cambia y se complica. ¿Permanece viva la fe?
Es como si muriera de golpe y aquel Dios amoroso en el que se creía desapareciera delante de los ojos. Se esfuma la fe como un leve barniz extendido sobre la piel.
Le pido cada día a Jesús que aumente mi fe. Que la haga honda para que no dude de su presencia, de su amor. He escuchado oraciones tan valientes que se han quedado reducidas a poesía cuando la vida ha seguido otro rumbo. Cuidado con lo que prometo, con el amor eterno que aseguro. Cuidado con esas promesas dichas en el momento de felicidad, como Pedro en lo alto del Tabor que quería que ese momento fuera eterno.
La fe probada es la que merece la pena, la que importa. Sobre esa fe de raíces firmes quiero yo asentar mi vida. Tocar a Jesús con manos firmes. Sujetándome a Él en medio de mis miedos.
Leía el otro día hablando sobre el verdadero cristiano: «No se ve liberado del sufrimiento, pero sí de la pena de sufrir en vano. Su fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Pero la comunión con el Crucificado le permite vivir el sufrimiento sin autodestruirse ni caer en la desesperación».
Vivir unido al crucificado me da fuerzas para caminar, para subir montes, para aguantar enhiesto fuertes tormentas. Esa es la fe que suplico cada mañana. Luego está la otra fe. Es la que me permite creer en ciertas cosas, en aquello que la Iglesia predica como valores fundamentales de nuestra fe. Es el contenido del depósito de la fe. Aquello en lo que creo por el hecho de ser cristiano y seguir a Jesús.
Ese contenido de mi fe determina mi manera de vivir. Va modelando mi estilo de vida. Configura mi forma de enfrentar las dificultades, la vida misma. Tengo que saber dar razones de mi fe cuando los que no creen me pidan que explique por qué yo sí creo. El contenido es menos importante que la persona en la que creo.
Pero es valioso confrontarme con esas verdades y ver cuánto creo en ellas. Tienen que ver con la vida de Jesús, con su forma de amar y entregarse por los demás. Creo en ese Jesús que ama y vive anclado en el corazón de su Padre. Necesito profundizar en esas verdades. Saber por qué la Iglesia afirma ciertas cosas. Pero esa fe sin estar apegada a la persona de Jesús se queda convertido en algo superficial que no me da la vida. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe en Él.
Decía el P. Kentenich: «Una fe garantizada y sostenida por Dios, que de todas maneras tiene la seguridad de un ‘péndulo’ que cuelga flojamente. Vivimos frecuentemente en verdades que consideramos muy evidentes, pero que en sí mismas constituyen una gran audacia».
Le pido a Dios esa fe que me haga creer y confiar contra toda esperanza. Que me permita vivir atado a su corazón para saber en qué creer y qué pasos dar.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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