lunes, 18 de noviembre de 2019

¿Quieres dialogar pero sólo logras discutir? Prueba este cambio espiritual


Veo un enemigo frente a mí, no un amigo que desea como yo que las cosas mejoren,
pero puedo cambiar algo en mi interior…


CONVERSATION

¡Cuánto cuesta aprender a dialogar! Hablar sin imponer. Respetar las opiniones contrarias. Escuchar lo que el otro dice tratando de ponerme en su lugar. No descalificarlo cuando no piensa como yo o no apoya mi planteamiento.
Aceptar que alguien pueda tener una mejor idea. Reconocer la verdad que hay en lo que los demás presentan como argumento válido. Saber callar y esperar mi turno sin interrumpir. Ser incluso capaz de callarme sin tener siempre que decir todo lo que pienso.
“En el mucho hablar, dice Proverbios, no faltan culpas, pero el que modera sus labios es inteligente”.
Cuesta guardar silencio. Cuesta guardar mi opinión. Es como si no pudiera evitarlo:
San Arsenio reconoce que se ha arrepentido muchas veces de hablar, pero nunca de guardar silencio”.
¡Cuánto me cuesta callarme y escuchar! Dice san Efrén:
Habla mucho con Dios y poco con los hombres”.
¡Cuánto cuesta dialogar tratando de llegar a un punto común, a un acuerdo, a una mejor solución para todos! Lo veo en la política, en la religión, en el deporte. Lo veo en la vida de cada día cuando se trata de buscar soluciones o decidir quién tiene que llevar a cabo un proyecto determinado.
Puedo caer con frecuencia en la dialéctica. Usando un lenguaje con oposición de contrarios. Presento las cosas como blancas o negras. No hay tonos grises, no hay posturas intermedias.
O estoy feliz o amargado. O algo es bueno o es malo. O soy de un bando o de otro. O soy rico o soy pobre. La dialéctica me enfrenta con el otro, lo convierte en mi enemigo, en aquel al que no tengo que respetar, al que tengo que vencer.
Veo un enemigo frente a mí, no un amigo que desea como yo que las cosas mejoren. Quiero imponerme y ganar. Demostrar que lo que yo quiero es lo correcto, no todo lo demás.
No pienso tanto en el bien común que suele ser más amplio, no me fijo en los demás. Pienso sólo en mí, en mi visión de la vida, de la historia. Pienso en mis intereses por encima del resto.
Lo que yo deseo es lo verdadero. Lo que los demás desean es falso. Polos opuestos. No hay posibilidad de diálogo. No me entiendo con nadie. ¡Qué difícil llegar a un acuerdo cuando tengo intenciones tan opuestas!
El diálogo tiene que llevar al encuentro. Saber callar, renunciar, ofrecer. No querer quedar siempre por encima. El interés de los demás, no sólo el mío.
Dialogar es un arte, es un misterio. Ponerme en el corazón del otro, en su piel. Mirar la vida desde sus heridas y comprender la razón de lo que dice. No juzgar por las palabras.
No quedarme en la apariencia. Ir al fondo de las cosas. No pretender que mi amor propio y mi orgullo se impongan. No soy yo el importante. Dios lo es. Y los demás en quienes mora Dios.
Y entonces puedo yo desaparecer o no ser tomado en cuenta. Puedo pasar al olvido o no ser querido. Puedo ser despreciado, o incluso difamado. No importa. Pongo a Dios en el centro.
Y al hacerlo así es en realidad el hombre el que aparece en el lugar importante. Es el que sufre, el pobre, el necesitado. Para llegar a ese punto tengo que estar más lleno de Dios. Leía una descripción del que reza buscándose a sí mismo:
“Reza para obtener algo de Dios. Le parece central recibir algo para estar mejor. Se interesa por sí mismo y no por Dios. Referencia al yo. Exige que Dios se ocupe de él en lugar de entregarse. Lo central de la oración es la entrega“.
Necesito cambiar mi mirada en esa relación con Dios. No rezo para estar bien, no rezo por mí, para ser feliz. No rezo para tener paz en el corazón. Mi oración es entrega.
Entonces me descentro. Entonces soy capaz de entrar en diálogo con Dios y con el hombre. No busco imponer mi criterio, mi forma de ver las cosas. Sólo quiero llegar a un consenso, a un acuerdo. Renuncio a lo mío. Acojo lo bueno que hay en el corazón del otro.
La oración me enseña a ser más desprendido. Vivo en la tierra atado al cielo. Y dejo de darme tanto valor e importancia. El amor de Dios sana mi corazón egoísta que sólo busca su bien.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia

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