Como dice la celebérrima película, El diablo viste de Prada. De esto se desprende que el maligno se venda tan bien y pague francamente mal; casi tanto como aquellos vendehúmos de birlibirloque que ofrecen palacios de cristal, pero que luego no te pagan la hipoteca.
Bromas aparte, a medida que he ido cumpliendo años, me he ido dando cuenta de una cosa, y es que, cuando uno se va haciendo mayor, los pecados cada vez le satisfacen menos.
Esto se debe, desde mi humilde punto de vista, a que el tiempo parece que corre más deprisa a medida que transcurren los años; y por consiguiente, el placer que nos reporta pecar disminuye, debido a que se vuelve paulatinamente más fugaz.
Tengo la sensación de que, en la edad adulta, el carpe diem vive compinchado con el tempus fugit. El usufructo -uso y disfrute- de cometer pecados es cada vez más pasajero, perecedero, caduco… Por algo el filósofo Alan Watts diría aquello de que “el hombre sufre a causa de su sed de poseer lo que es esencialmente transitorio”.
No le voy a decir al pecado aquello de “tú, antes, molabas”, pero hay que reconocer que, antaño, pecar tenía un poco más de gracia; que no de Gracia, ojo. Así pues, venerable lector, a base de recordarte que cada vez mola menos cometer pecados (dicho con sentido del humor), te concito a dejar de sobrevalorar la placentera magnitud de hacerlo. Con vistas a la eternidad, nunca compensó, pero es que, ahora, no compensa ni en la vida terrena (huelga matizar que esto último lo digo en broma).
La perspectiva que tenemos de pecar es mucho mayor que el disfrute que realmente nos proporciona hacerlo; porque el demonio se vende muy bien, pero paga muy mal; y cada año que pasa, parece que es peor pagador.
A este razonamiento de que, en la edad adulta, el carpe diem vive compinchado con el tempus fugit, he de agregar otro, que consiste en que, a medida que nos hacemos mayores, nuestra libertad para pecar -es decir, nuestra libertad para dejar de ser libres- es cada vez menor. La salud languidece -nuestra independencia, también- y el peso de las responsabilidades aumenta. En definitiva, el libre albedrío se vuelve casi tan menguante como la luna ante la llegada del amanecer…
El renombrado teólogo Jacques Philippe, en su opúsculo La libertad interior, nos advierte de que “cuantos más años vamos cumpliendo, menos son nuestras posibilidades de elegir”; advertencia que redondea con la siguiente cita del Nuevo Testamento: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras” (Jn 21, 18).
Ante esta verdad como un templo (y nunca mejor dicho), Jacques Philippe nos recuerda que hay una libertad de elegir que la edad jamás nos podrá arrebatar: se trata de la libertad interior; esa que nos lleva a aceptar interiormente aquello que incluso no hemos elegido, por tremebundo que sea, con esperanza en que Dios, en esta vida o en la otra, nos compensará; y, además, con creces, puesto que su amor y su justicia son infinitas; porque "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman" (1 Cor 2, 9); y a los premios de Dios no hay tempus fugit que pueda hacerles frente…
Un ejemplo de libertad interior en la falta de libertad para elegir sería el de Etty Hillesum, una joven judía que murió en Auschwitz en las postrimerías de 1942, y cuyo diario fue publicado en 1981. Su singladura espiritual comienza a coger fondo y forma en aquella Holanda sacudida por la persecución nazi.
Un amigo psicólogo ayuda a Etty Hillesum a descubrir el irresistible magnetismo de los valores cristianos, lo cual provoca, en palabras de Jacques Philippe, que “al tiempo que le son arrebatadas todas sus libertades externas, descubre dentro de sí misma una felicidad y una libertad interior que en adelante nadie le podrá arrancar”. A esto, el teólogo añade: “Por todas partes se ven carteles en los que se prohíbe a los judíos transitar por los senderos que conducen al campo. Pero, por encima de ese poquito de carretera que nos queda permitido, se extiende el cielo entero”.
Esto último el insigne Philippe lo relaciona con “la estrechez de los lugares” en los que vivió Teresa de Lisieux; en donde la santa carmelita no fue privada, a través de su “sensibilidad espiritual”, de “una maravillosa sensación de amplitud, de expansión”. En un paraje del mapamundi “humanamente tan pequeño y pobre”, en “un pequeño Carmelo provinciano de vulgar arquitectura, un jardín minúsculo, una pequeña comunidad compuesta por religiosas cuya educación, cultura y costumbres serían seguramente básicas”, halló -catapultada por su insaciable libertad interior- “horizontes sin fin”, “inmensos deseos”, “océanos de gracias”, “abismos de amor”, “torrentes de misericordia” …
De este modo, la libertad interior nos permite dejar de ser prisioneros de las circunstancias, algo que nos hace genuinamente libres, puesto que nos reviste de libertad incluso en los momentos en los que la capacidad de elegir brilla por su ausencia…
El egregio León Tolstói, en su novela corta La muerte de Iván Illich, retrata a un personaje -cuyo nombre es el que da título a la obra- que, tras vivir afanado a los éxitos mundanos, es atizado por una severa enfermedad. En aquellos momentos de soledad, empieza a valorar la escasa compañía que tiene. Deja de rodearse de esnobs caviar, de burgueses ilustrados y altos funcionarios, para permanecer bajo los cuidados de su mujer y de un humilde campesino llamado Gerasim; pero lo que realmente le reconforta en estos momentos de tribulación es el confesarse con un sacerdote; puesto que le libera de las cadenas del remordimiento que genera el no poder volver atrás y cambiar muchas cosas.
En otras palabras, la libertad que Iván Illich no adquirió a lo largo de su dorada trayectoria, la encontró confinado en su hogar, reconciliado con Cristo, arropado por el manto de su Gracia, gracias al sacramento de la confesión…
Ignacio Crespí de Valldaura, ReL
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