¿La enseñanza cristiana se distingue por la educación en “valores” o por la transmisión de la “fe”? ¿Y si la vida moral fuera de la mano de la vida espiritual?
Conocemos los debates que resurgen regularmente en torno a la cuestión del carácter propio de la educación católica: ¿cuál es ese carácter “propio”?
¿Es la puesta en práctica de los valores cristianos: sentido de compartir, aceptación de todos, incluso los más frágiles, respeto de la persona…?
Ciertamente. Pero sería ofender a la enseñanza pública dudar que esta también comparta esos valores, comunes a todas las escuelas.
Sería también olvidar que los valores de países como España y Francia son en realidad preceptos cristianos secularizados. Así, el reconocimiento de los esfuerzos o del mérito, por mencionar sólo un valor, es una forma moderna de la parábola de los talentos: se da la misma oportunidad a cada uno, sin distinción de estado, sea cual sea su punto de partida.
Los trastornos de identidad de la educación católica
¿Este carácter propio no sería más bien la adhesión plena y completa a las verdades de la fe católica?
Sin embargo, eso no es algo que pueda exigirse a los directores de centros, profesores, padres o alumnos, en nombre de la libertad de conciencia presentada como indisociable del carácter propio.
De hecho, la adhesión a la fe católica no es por lo general la razón prioritaria por la que los padres inscriben a sus hijos en una escuela católica. Y tampoco es la razón mayoritaria por la que los educadores solicitan trabajo en ellas.
Sin embargo, ¿se puede hablar aún de un “carácter”, un marcador real identificativo, cuando un establecimiento escolar lucha por encontrar un número suficiente de los actores que se supone que deben hacerla existir? ¿Es un carácter esencial o una etiqueta “autoadhesiva reubicable”?
Conocemos este debate. En cambio, lo que se conoce menos es que esta controversia es en realidad la traducción y la caja de resonancia de una cuestión teológica fundamental.
Tratando con antelación esta cuestión teológica, nos damos los medios para arrojar luz sobre nuestros problemas de identidad. La cuestión es la siguiente: ¿existe una moral o, con otras palabras, un modo de vida que sea específicamente cristiano?
¿Hay que separar la moral de la espiritualidad?
Un error recurrente, aunque apoyado por ciertos moralistas, consiste en separar la moral de la espiritualidad.
Por un lado, las normas y preceptos sobre el comportamiento: las virtudes morales como la justicia, la fidelidad, la honestidad, el respeto a la palabra dada… Podemos considerar con todo derecho que estas normas son exigibles: esperamos de un educador, por ejemplo, que se ciña a estos compromisos.
Por otro lado, la espiritualidad, el movimiento del alma que nos orienta hacia Cristo y nos inspira la fe, el amor a Dios y al prójimo, el deseo de la salvación, y la vida sacramental. Evidentemente, no puede ser impuesta.
¿En qué desemboca esta distinción? En apariencia, agrada a todo el mundo, cristianos y no cristianos: los valores cristianos se consideran ante todo plenamente humanos, universales y, por lo tanto, no son el coto privado de los católicos bautizados que se inclinan por el misticismo.
Y concedemos a los católicos fervientes el derecho a pensar que dirigen su vida o su educación “a la luz del Evangelio”; no vemos a quién podría molestarle esto.
Al nadar entre dos aguas, llegamos a negar la existencia de un estilo de vida específicamente cristiano y justificamos la eliminación de la transmisión de la fe.
El encuentro con Cristo se expresa en todo
En realidad, esta separación hace del todo incomprensible la naturaleza misma de nuestra vida moral: nuestros compromisos profundos y nuestras elecciones cotidianas.
En el fondo, no se trata de separar la moral humanista de la espiritualidad para venderlas luego en piezas separadas.
Existe claramente una moral específicamente cristiana, alimentada por la fe, la esperanza y la caridad, nutrida por una visión teológica del cuerpo, de los fines últimos y de la antropología.
La adhesión a Cristo y a la Iglesia compromete a toda la persona y se realiza plenamente en nuestros actos concretos: en el niño que nos es dado a cuidar recibimos a Jesús mismo.
Por eso la heroicidad de las virtudes es la firma de los santos: Cristo nos pide nada menos que seguirlo hasta la entrega total de nosotros mismos, y su cruz, que Él nos invita a cargar, no es producto de la imaginación.
Al contrario, nuestras decisiones, pequeñas y grandes, tienen un impacto profundo en nuestra vida íntima, hasta el punto de alimentar o perjudicar nuestra relación con Dios y la perspectiva que tenemos sobre los demás: implican a la persona en su totalidad.
¿Lo que define concretamente al cristiano? Ese encuentro con Jesús, ese impacto en el corazón por el rostro de Cristo que transforma toda una vida, que lleva a hacer el bien más allá de lo “razonable”, que infunde el ardiente deseo de llevar a Dios a todos aquellos que aún no lo conocen. Este es su carácter propio.
Jeanne Larghero, Aleteia
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