El 1 de enero celebramos el nuevo año y que María es Madre de Dios, un día perfecto para pedirle que nos acompañe durante estos 365 días
Una semana después de Navidad, la Iglesia celebra solemnemente la maternidad divina de la Virgen María.
Por supuesto, ya la hemos celebrado en Navidad, no sabríamos disociarla de su Hijo Jesús. Por eso durante siglos en la liturgia occidental no hubo una fiesta que celebre especialmente la maternidad divina de María, fuera de las tradiciones locales.
Hasta con el papa Pío XI, que extendió esta solemnidad a la Iglesia universal para marcar mejor aún el privilegio extraordinario de María, Madre de Dios.
En efecto, ella conserva un lugar muy particular en la historia de la salvación: es por ella y en ella que el Hijo de Dios se hace hombre para salvar a todas las personas.
Una semana después de Navidad es también el primer día del año nuevo en que nos gusta intercambiar deseos de felicidad con quienes nos rodean.
El hecho de que este día esté consagrado a María, Madre de Dios es una invitación a confiarles esos deseos y todas las personas a quienes se los dirigimos.
Una invitación también a confiarnos nosotros mismos a ella, que puede ayudarnos mejor que nadie a encontrar la verdadera felicidad a lo largo de estos 365 días que se abren ante nosotros.
La Virgen María acompaña a todos los padres
María es madre, Madre de Jesús y nuestra Madre. Pidámosle sin cesar que nos ayude en nuestra misión de padres.
María no era una madre de familia como las otras, al ser Madre de Dios, pero sí fue una madre similar a las demás como madre de un auténtico niño pequeño, “de carne y hueso”, que necesitaba que se ocuparan de él exactamente como todos los demás niños pequeños de la tierra.
No ayuda tener ni ofrecer a los niños una visión etérea de la Sagrada Familia.
Como todas las madres, María preparaba comidas, lavaba y cambiaba a su bebé, le enseñó a caminar y a ordenar sus cosas. Ella también conoció la fatiga del final del día y el desánimo, a veces, ante los platos o la ropa que limpiar.
La vida de la Sagrada Familia no tenía, en apariencia, nada de excepcional: lo que era excepcional era el amor infinito con el que María, José y Jesús realizaban todas las cosas… empezando por las cosas más prosaicas que llenaban sus días igual que llenan los nuestros.
María nos enseña a decir “sí” a Dios en la vida diaria
María, Madre de Dios, es la primera de todas las criaturas. Y sin embargo, su vida es muy discreta y humilde, se somete a la Ley judía como todas las demás mujeres (por ejemplo, para la purificación). No destaca.
En las calles de Nazaret, en la fuente, nada la distingue de las demás mujeres, nadie puede adivinar lo extraordinario que hay en esta vida tan ordinaria.
María nos enseña a conservar nuestro lugar, sin enorgullecernos de los talentos que Dios nos ha dado o con los que ha dotado a nuestros hijos.
Ella nos enseña que lo único que cuenta es desear a Dios, decirle “sí” en todo y para todo, sin inquietarnos o glorificarnos de que esos “sí” puedan guiarnos por unos caminos extraordinarios.
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María sabe que todo le viene de Dios. Por eso es tan felizmente libre. Recordemos el Magnificat.
María nos enseña a saber reconocer nuestros dones, a cultivarlos para hacerlos fructificar pero conservando siempre un corazón pobre: el corazón de quien sabe que no es nada por sí solo y que lo recibe todo de Dios.
Estar en paz en cualquier circunstancia
María, Madre de Dios, es también hija de Dios y ella se sabe amada más allá de todo. Ella tiene confianza plena, aunque no conozca el futuro de la terrible profecía de Simeón en el Templo de Jerusalén:
“Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos” (Lc 2, 34-35).
Imaginemos escuchar una profecía así menos de dos meses después del nacimiento de nuestro bebé. Pero María no se dejó perturbar. No es que fuera insensible, al contrario, ni blindada contra la preocupación maternal; basta releer en el Evangelio la recuperación de Jesús en el Templo:
“Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2, 48).
La fe no es un tranquilizante y la fe de María no le impide en absoluto sufrir como cualquier madre… más, si cabe, porque ama más.
Pero ella siempre permanece inmersa en Dios, así que nada la perturba profundamente. Todo se desarrolla en ella sobre un fondo de paz alegre e indestructible. Es esta paz la que podemos pedirle, a principios de este año, para nuestras familias y el mundo entero.
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