En la actualidad no resulta desconocida para nadie la enfermedad de Alzheimer, que se caracteriza por una pérdida de la memoria inmediata y de otras capacidades mentales. La historia reciente nos muestra que fue el psiquiatra alemán Alois Alzheimer quien identificó el primer caso en una mujer de 51 años de edad.
Aunque no siempre fue así, finalmente el término “enfermedad de Alzheimer” fue aprobado oficialmente en la nomenclatura médica para describir a individuos de todas las edades con un patrón de síntomas común.
Parece ser que en nuestros días también se está manifestando cada vez más lo que podríamos denominar “Alzheimer espiritual”; es decir, una pérdida de la memoria espiritual y el olvido progresivo de Dios. Se trata de la enfermedad de nuestros días que afecta a todas las edades y que los profetas del Antiguo Testamento ya pudieron detectar:
“Cuando tenían grano se saciaban, se saciaban y se ensoberbecía su corazón; por eso me olvidaron.” (Oseas 13,6)“Porque has olvidado a Dios, tu salvador, y no te has acordado de tu roca de refugio; por eso plantas jardines placenteros, y siembras esquejes extranjeros.” (Isaías 17,10)“Te olvidas del Señor que te ha hecho.” (Isaías 51,13)
¿Cuál es la actitud de Dios ante nuestro olvido, nuestra indiferencia, nuestro desprecio y nuestra ingratitud? Viene a mi mente, ante este interrogante, un relato que leía en uno de los libros del sacerdote jesuita Federico Elorriaga:
Un hombre de cierta edad vino a la clínica donde trabajo para curarse de una herida en la mano. Tenía bastante prisa, y mientras se curaba le pregunté qué era eso tan urgente que tenía que hacer.
Me dijo que tenía que ir a una residencia de ancianos para desayunar con su mujer que vivía allí. Me contó que llevaba algún tiempo en ese lugar y que tenía un alzheimer muy avanzado.
Mientras terminaba de vendar la herida le pregunté si ella se alarmaría en caso de que él llegara tarde esa mañana. No, me dijo, ella ya no sabe quién soy. Hace ya casi cinco años que no me reconoce.
Entonces, le pregunté extrañado, si ya no sabe quién es usted, ¿por qué esa necesidad de estar con ella todas las mañanas?
Me sonrió, y dándome una palmadita en la mano me dijo: ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella. Tuve que contener las lágrimas y mientras salía, pensé: esa es la clase de amor que quiero para mi vida; el verdadero amor no se reduce a lo físico o romántico; el verdadero amor es la aceptación de todo lo que el otro es, de lo que ha sido, de lo que será y de lo que ya nunca podrá ser.
No cabe duda que este relato puede aclarar muy bien la actitud de Dios respecto al olvido del hombre. El profeta Isaías lo expresa con palabras muy elocuentes y llenas de esperanza para cada uno de nosotros:
“¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré.” (Isaías 49,15)
El Señor nunca se olvida y su respuesta suena con acento de pasión maternal por ti y por mí. Es como el esposo del relato que siempre permanecerá junto a su esposa, a pesar del olvido y la ingratitud.
Jesucristo sigue hoy mendigando hospitalidad, como en la primera Navidad, y continúa llamando a nuestra puerta a pesar de que vuelva a repetirse la historia: “no había sitio para ellos en la posada” (Lucas 2,7). El prólogo del Evangelio de Juan recoge el drama de que “vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Juan 1,11). El gran error de la humanidad es el olvido de Dios, que se expresa en negar la hospitalidad a Jesús y no dejarle entrar en nuestra vida.
No deberíamos olvidar que Cristo fue desde una cuna prestada hasta una tumba prestada, y que no tenía un lugar donde recostar la cabeza. Y pensar que Él era el dueño del universo que mendigaba hospitalidad en un mundo que Él mismo creó. ¡Esto es lo sorprendente y esto debería ser lo que hiciera rendir nuestras vidas ante este Dios eternamente incomparable y asombroso!
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