Hoy día, no son sólo las mujeres las que buscan parecer más jóvenes. Los hombres también tratan de mantener la ilusión de su juventud con liftings y cremas.
¿Y si la vejez que tanto tememos no fuese una carga sino una fertilidad insustituible?
¿Y si la vejez que tanto tememos no fuese una carga sino una fertilidad insustituible?
La vejez es la edad del despojo: poco a poco nos retiramos de la vida llamada “activa”, dejamos a los más jóvenes las responsabilidades que gustábamos asumir, debemos reconocer nuestros límites que son cada vez más estrictos a lo largo de los años, perdemos nuestra independencia. En el entorno, mueren el cónyuge, los amigos, los hermanos y las hermanas. Muy a menudo, nos sentimos excluidos, rechazados de un mundo en el que prevalece la rentabilidad, tememos la muerte, que se convierte en una realidad muy cercana. Es un momento también de recuerdos, que se expresan en amargos arrepentimientos, y a veces en acción de gracias. Algunas personas consideran que han extrañado sus vidas, y es algo muy complicado. Otros están en un proceso de duelo infinitamente doloroso, con el peso de un perdón que no se pudo intercambiar, con males que creemos que son irreparables. Pero muchos también pueden ver, gracias a los obstáculos, todo lo que ha sido bueno y auténtico, todo lo que les ha sido ofrecido como un regalo de Dios. Desde un punto de vista humano, el envejecimiento tiene poco sentido, y todo el daño que resulta de ello aparece como males que hay que suprimir o sufrir. Pero el Evangelio nos invita a convertir nuestra mirada. Cuando Jesús dice: “Felices los que tienen alma de pobres”, esto se aplica también a todos aquellos que son despojados de su fuerza física, memoria e independencia por la edad. Esto es lo que hizo que Santa Teresa del Niño Jesús, devastada por la enfermedad, dijera: “¡Sentimos una paz tan grande al ser absolutamente pobres, al confiar sólo en el Señor!
La vejez es el tiempo de las promesas
La Esperanza, mediante la cual deseamos el Reino de los Cielos y la vida eterna como una felicidad, está basada sólo en Dios. Cuanto más sentimos que nuestra fuerza nos abandona, más nos sentimos impulsados -si así lo decidimos- a poner toda nuestra confianza en Él, especialmente cuando nos acercamos a la muerte. “Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos entristece y nos da miedo”, dijo San Juan Pablo II. Pero “En Cristo, la muerte, realidad dramática y desconcertante, es rescatada y transformada, hasta presentarse como una “hermana” que nos conduce a los brazos del Padre”, añadió.
Vemos que se acerca el momento de la madurez perfecta, para la cual todos estamos hechos y que sucederá más allá de la muerte. “Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad”, dijo San Juan Pablo II.
Esta dedicación puede tomar formas muy ocultas, muy pobres -empezando por entregar sus propios límites- pero la fertilidad de una vida no se mide por las apariencias. Para dar fruto, la única condición es la de adherir con todo su ser a Cristo, como el sarmiento está unido a la vid. No importa nuestra edad o nuestras debilidades, sólo importa nuestro “sí” al amor de Dios, aquí y ahora.
Christine Ponsard, Aleteia
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