
Aún recuerdo cuando me puse en contacto por primera vez con Elena. Era junio de 2022. Este fue el mensaje que le envié (omito algunos detalles para preservar mi identidad):
Mi nombre es Luis, tengo 27 años y formo parte de una congregación religiosa. Me pongo en contacto contigo para solicitar tu ayuda ya que me gustaría iniciar un proceso de acompañamiento.
Desde la adolescencia experimento atracción hacia el mismo sexo (AMS) pero nunca me he atrevido a compartirlo con nadie. Pensaba que sería algo pasajero y que desaparecería con el paso de los años, pero lo cierto es que no ha sido así. Nunca me he considerado homosexual, de hecho, también me han gustado algunas chicas a lo largo de mi vida. He leído algunos libros que me han ido dando pistas para localizar la raíz de esta tendencia y creo que todo parte de algunas experiencias negativas de mi infancia. Una de ellas (y creo que es la principal) ha sido el divorcio traumático de mis padres y la ausencia de un referente paterno (aunque físicamente mi padre siempre estuvo presente).
En noviembre del año pasado participé en un retiro espiritual y, aunque me costó mucho, decidí dar el paso y pedir ayuda a un sacerdote. Él me propuso iniciar un acompañamiento especializado contigo. Esto supuso un nuevo reto porque, al ser religioso, dependo económicamente de mi comunidad, así que también se lo conté a uno de los sacerdotes encargado de mi formación. Gracias a Dios lo asimiló bastante bien, valoró mi sinceridad y me animó a contactar contigo.
La AMS me ha hecho sufrir mucho estos últimos años. Quiero vivir no sólo mi consagración religiosa en plenitud, sino también mi vida como hombre y para ello necesito sanar mis heridas afectivas.
Agradezco a Dios el trabajo que realizas y también a todas las personas que Él ha puesto en mi camino para que pueda llegar a ser el hombre que Él quiere que sea.
Un saludo.
Al ponerme en contacto con Elena mi objetivo era doble: por un lado, buscar ayuda para poder vivir en plenitud mi masculinidad y mi consagración religiosa; por otro, ser coherente y honesto con Dios y con la Iglesia en mi discernimiento de la vocación sacerdotal.
Entre los documentos que trabajé durante mi proceso formativo, se encontraba el de la Congregación para el clero “El don de la vocación presbiteral. Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis” (8 de diciembre de 2016) que, en los números 199-201, afirma lo siguiente respecto a las personas con tendencias homosexuales:
199. En relación a las personas con tendencias homosexuales que se acercan a los Seminarios, o que descubren durante la formación esta situación, en coherencia con el Magisterio, «la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay. Dichas personas se encuentran, efectivamente, en una situación que obstaculiza gravemente una correcta relación con hombres y mujeres. De ningún modo pueden ignorarse las consecuencias negativas que se pueden derivar de la Ordenación de personas con tendencias homosexuales profundamente arraigadas».
200. «Si se tratase, en cambio, de tendencias homosexuales que fuesen sólo la expresión de un problema transitorio, como, por ejemplo, el de una adolescencia todavía no terminada, ésas deberán ser claramente superadas al menos tres años antes de la Ordenación diaconal».
Por otra parte, conviene recordar que, en una relación de diálogo sincero y confianza recíproca, el seminarista debe manifestar a los formadores, al Obispo, al Rector, al director espiritual y a los demás educadores, sus eventuales dudas o dificultades en esta materia.
En este contexto, «si un candidato practica la homosexualidad o presenta tendencias homosexuales profundamente arraigadas, su director espiritual, así como su confesor, tienen el deber de disuadirlo, en conciencia de seguir adelante hacia la Ordenación». En todo caso, «sería gravemente deshonesto que el candidato ocultara la propia homosexualidad para acceder, a pesar de todo, a la Ordenación. Disposición tan falta de rectitud no corresponde al espíritu de verdad, de lealtad y de disponibilidad que debe caracterizar la personalidad de quien cree que ha sido llamado a servir a Cristo y a su Iglesia en el ministerio sacerdotal».
201. En síntesis, conviene recordar y, al mismo tiempo, no ocultar a los seminaristas que «el solo deseo de llegar a ser sacerdote no es suficiente y no existe un derecho a recibir la Sagrada Ordenación. Compete a la Iglesia […] discernir la idoneidad de quien desea entrar en el Seminario, acompañándolo durante los años de la formación y llamarlo a las Órdenes Sagradas, si lo juzga dotado de las cualidades requeridas».
El Magisterio de la Iglesia estaba claro y mi conciencia también me decía lo mismo: no podía recibir la ordenación sacerdotal sin haber trabajado esta tendencia no deseada que durante tantos años había sido para mí como esa espina clavada en la carne de la que habla San Pablo (cf. 2 Cor 12,7).
La AMS no es el centro de la persona
Uno de los descubrimientos más importantes de este camino de acompañamiento fue tomar conciencia de que la atracción hacia personas del mismo sexo no define quién soy. Yo no soy mi AMS, ni mis heridas afectivas, ni mis fragilidades. Soy una persona mucho más amplia, compleja, rica y profunda. No puedo definir todos los aspectos de mi persona en referencia a la AMS.
Entonces empecé a ver la AMS no tanto como un problema que resolver, ni como una etiqueta que me definiera, sino como un síntoma o una señal que me invitaba a mirar más adentro: a mis necesidades afectivas, a mis relaciones, a mi manera de percibirme y de vincularme. Fue entonces cuando entendí que mi proceso no debía centrarse en “luchar contra” algo, sino en integrar todo lo que soy, con verdad y sin miedo, para poder vivir de manera más plena y unificada.
Descubrí que es demasiado simplista reducir a la persona a una atracción, una emoción o una tendencia. La persona es siempre más, infinitamente más. Y cuando dejé de colocar la AMS en el centro, pude empezar a colocarme a mí mismo en el centro: mi historia, mis heridas, mis dones, mi vocación, mis deseos más profundos… y, sobre todo, mi dignidad.
La importancia de la autoestima
Otro de los grandes descubrimientos de mi proceso fue darme cuenta de que mi autoestima no estaba tan firme como yo pensaba. Siempre me había considerado una persona equilibrada, capaz de afrontar dificultades con serenidad. Sin embargo, cuando empecé a mirar más de cerca mi mundo interior, comprendí que había zonas de vulnerabilidad que nunca había atendido de verdad.
Una de esas zonas tenía que ver con mi apariencia física ya que desde la adolescencia venía arrastrando algunos complejos. Realmente no era algo dramático, pero sí suficiente para hacerme sentir inseguro. Me comparaba constantemente con otros hombres más delgados y fuertes que yo y, sin darme cuenta, buscaba en ellos cualidades que deseaba para mí. Esas comparaciones no solo me herían, sino que me alimentaban un sentimiento de inferioridad: una sensación de no estar “a la altura”. En este sentido, el proceso me ayudó a superar un miedo y una vergüenza irracional que llevaba años arrastrando: practicar deporte. Apuntarme en un centro de entrenamiento, algo que para otros es tan fácil, supuso para mí un verdadero acto de valentía. El entrenamiento me permitió comprobar que sí era capaz de alcanzar objetivos, incorporar disciplina y lograr cambios reales en mi aspecto físico (esto no tiene nada que ver con la vanagloria), algo que fortaleció mucho mi autoestima. También me ayudó a sentirme un igual entre otros hombres, a integrarme de manera natural y sana en un entorno masculino del que durante mucho tiempo me había sentido excluido. Otros beneficios llegaron casi sin buscarlos: me sentía mejor físicamente, más fuerte, más ligero… y hasta dormía mejor. También incorporé cambios en mi manera de alimentarme.
En el acompañamiento también descubrí la presencia de un crítico interior especialmente duro. Hasta entonces nunca me había detenido a escucharlo con claridad; simplemente me había acostumbrado a convivir con él. Cuando cometía un error, aunque fuera pequeño, mi reacción automática era reprocharme con palabras duras y desproporcionadas: “Qué inútil eres”, “Siempre fallas”, “Nunca haces nada bien”, “Eres idiota”. Eran frases que jamás dirigiría a otras personas, y sin embargo me las repetía a mí mismo casi sin pensarlo.
La voz del crítico interior estaba muy relacionada con mi tendencia al perfeccionismo. Ese perfeccionismo, lejos de ayudarme a crecer, se convirtió en un peso que alimentaba mi inseguridad. Me comparaba, me exigía más de lo razonable y vivía con una tensión interior constante. No dejaba espacio para la fragilidad, el aprendizaje ni el error. Poco a poco el acompañamiento me ayudó a ir transformando mi diálogo interno, sustituyendo el autodesprecio por palabras más amables hacia mí mismo. Si bien es cierto que el crítico interior sigue ahí, ahora lo reconozco, sé ponerle límites y, sobre todo, sé recordarme que merezco ser tratado con dignidad… también por mí mismo.
El proceso me ha ayudado a conectar con mis emociones y, sobre todo, a saber identificarlas y ponerles nombre. Mi vocabulario emocional no es que fuera demasiado amplio. Muchas veces no sabía diferenciar entre tristeza y cansancio, entre miedo y ansiedad, entre frustración y culpa. Todo era una especie de ruido interior que me confundía y me hacía reaccionar de maneras que ni yo mismo entendía. Fue en ese contexto cuando apareció la herramienta del diario emocional. Elena me propuso dedicar unos minutos al día para escribir lo que había sentido en ese día, cuándo había comenzado esa emoción, qué la había desencadenado, cómo había reaccionado, qué pensamientos la acompañaban, qué hubiera necesitado en ese momento. Gracias al diario pude ver patrones que antes eran invisibles. Identificar mis emociones no solo me ayudó a comprenderme mejor, sino que también fue clave para fortalecer mi autoestima.
Niño interior
Una parte muy importante del proceso consiste en reconectar con nuestro niño interior. Descubrí que dentro de mí vivía un niño sensible, vulnerable, que había tenido que afrontar situaciones para las que no estaba preparado y que, de alguna manera, seguían influyendo en el presente. Entre esas situaciones se encuentra el mal divorcio de mis padres cuando yo apenas tenía siete años.
Tras la separación, mi madre se volcó en mí de una forma que, aunque comprensible desde su dolor, me colocó en un lugar que no me correspondía. Comencé a asumir un rol casi de “esposo sustituto”: ella se apoyaba en mí para desahogar sus problemas, compartir frustraciones, buscar consuelo y llenar el vacío afectivo que había dejado su matrimonio roto. Yo quería ayudarla, quería verla bien. Pero era solo un niño.
Además, la visión que mi madre me transmitió sobre mi padre influyó negativamente en la relación que tuve con él durante mi adolescencia. Crecí con una imagen distorsionada de él y, por tanto, también de la masculinidad (sí, el padre es quien introduce al hijo en el ámbito de los hombres). No fui capaz de reconocer su presencia ni todo lo que hacía por mí. Hoy entiendo que, a pesar de sus limitaciones, mi padre nunca se desentendió, pero yo no podía verlo por la interpretación sesgada que había recibido durante años.
Trabajar con el niño interior me permitió acoger a esa parte de mí que llevaba tanto tiempo relegada. Comprendí que muchas de mis inseguridades, de mi tendencia a complacer, de mis miedos a no ser suficiente, tenían su origen en aquel pequeño que había asumido cargas demasiado pesadas. Y, al mismo tiempo, gracias a este proceso pude mirar a mi padre con ojos nuevos, reconocer sus esfuerzos y sanar la relación que durante tanto tiempo se había visto empañada por la confusión y el dolor. Hoy en día tengo una relación sana y afectuosa con mi padre.
Adiós a las compensaciones
Otro aspecto esencial del proceso fue aprender a reconocer y dejar atrás las compensaciones emocionales que durante años había utilizado para aliviar tensiones internas. Me di cuenta de que muchas de mis conductas no nacían de la libertad, sino de la necesidad de escapar de emociones que no sabía gestionar.
En mi caso, las dos principales compensaciones fueron la masturbación y la pornografía. No buscaba tanto un placer físico como una vía rápida para calmar la soledad, la inseguridad o la frustración. Eran un alivio momentáneo que, sin embargo, no solucionaba nada y me dejaba con una sensación de vacío mayor.
Comprender esto fue fundamental. En el acompañamiento aprendí a identificar qué situaciones o emociones disparaban esos impulsos (en el acompañamiento lo llamamos escenario previo), a escucharlas sin miedo y a trabajar la raíz del problema, no solo el síntoma. A medida que sanaba mi autoestima, la relación con mi historia, mi forma de gestionarme emocionalmente, etc., estas compensaciones fueron perdiendo fuerza.
Grupo de apoyo
Otra parte fundamental del proceso es el grupo de apoyo, en el que nos reunimos una vez al mes personas que estamos realizando este proceso de crecimiento personal. Estas reuniones son un espacio seguro donde hablar sin miedo y libremente, donde nadie juzga y donde cada uno comparte desde la honestidad aquellos temas que le preocupan o sobre los que querrían tener otros puntos de vista. En el grupo de apoyo siempre he encontrado a personas buenas, sinceras, que recorren un camino muy parecido al mío. Ver su valentía, su deseo de verdad, sus luchas y sus avances siempre ha sido para mí un estímulo que me ha hecho sentir acompañado y comprendido. Sus testimonios también me han servido en momentos de “bajón” para no tirar la toalla y seguir trabajando en mi proceso.
Formación, dirección espiritual y confesión
A lo largo de todo el proceso, la formación personal, la dirección espiritual y la confesión frecuente también han jugado un papel decisivo.
La formación por medio de buenas lecturas es una pieza clave del proceso. Acercarme a textos escritos por psicólogos, autores espirituales y documentos del magisterio de la Iglesia me ha ayudado a comprender la verdad sobre el hombre y el plan de Dios para él. Esta formación también me ha dado luz y criterios claros para hacer frente a muchos planteamientos ideológicos que hoy en día generan gran confusión.
La dirección espiritual ha sido otro pilar fundamental: un lugar seguro donde abrir el corazón, expresar dudas, reconocer fragilidades y buscar la voluntad de Dios con sinceridad.
La confesión, por su parte, siempre ha sido y seguirá siendo un encuentro con la misericordia de Dios. La confesión no es tanto “informar” de las caídas, sino dejar que Dios toque aquellas zonas de mi vida que necesitan ser sanadas. Acercarnos a la confesión nunca debe ser un gesto de vergüenza, sino de humildad y confianza: reconocer que no puedo solo y que necesito la gracia para seguir avanzando.
Ojalá este testimonio pueda ayudar a otros hombres en lucha.
Elena Lorenzo y Juan Pablo García
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