martes, 14 de septiembre de 2021

«Hacer el amor» es hacer oración

 


El sexo está llamado a ser sagrado

¿Tú sabías que cuando «haces el amor» con tu cónyuge dentro del único marco digno y seguro en que debe ser este acto íntimo -el matrimonio ante Dios- y cumpliendo con sus fines -unión, procreación, estar abiertos a la vida- estás haciendo oración?

Más adelante te lo explico de manera de sencilla. Ten en mente que «oración es elevarnos a Dios«. Es decir, que nuestro espíritu se comunique con el de Dios.

San Juan Pablo II en su maravillosa catequesis sobre la Teología del Cuerpo nos habló sobre una capacidad maravillosa que solo los humanos podemos experimentar por medio de nuestro cuerpo, el atributo nupcial que es nuestra capacidad de expresar amor con él.Ese amor precisamente en el cual la persona se convierte en regalo y por medio de ese regalo cumple con el propósito de su existencia.

Podríamos pensar que eso no es nuevo porque todos tenemos la capacidad de expresar el amor con el cuerpo por medio de abrazos, caricias, etc. Pero no todos, insisto. Es exclusivo de las personas. Los animales no lo hacen.

Tampoco van haciéndose votos y promesas de amor. Las personas somos las únicas que nos entregamos a otra como una ofrenda de amor. Es decir, me entrego a ti por amor y por medio de este regalo cumplo con el propósito de mi existencia que es amar como Dios ama y así me convierto en regalo para alguien más dándome por completo, a Dios y al prójimo.

Hacer el amor es hacer oración. Como el Génesis -en el Antiguo Testamento- nos ha enseñado sobre la creación de nuestros primeros padres, antes del pecado original, el corazón de Adán estaba totalmente dirigido a Dios.

A pesar de que el paraíso entero estaba a su total disposición y disfrutaba de él, Adán solo miraba hacia Dios y le amaba tantísimo que quería expresarle su amor, demostrárselo con su cuerpo. Pero como Dios era puro espíritu no podía hacerlo.

Adán -claro que sigo hablando figurativamente- no se dio por vencido e intentó entregar su amor a las plantas, a los árboles, a los animales, a cuanto ser vivo que se encontraba en el paraíso, pero pronto se percató de que con ninguno de ellos se sentía completo, siempre se sentía vacío.

Digamos que sus muestras de amor por medio de abrazos y caricias no eran correspondidas ni le satisfacían porque lo que él deseaba era llegar a Dios. Su vacío era cada vez más profundo.

Dios, por su parte, al darse cuenta del vacío que Adán sentía y de que su único fin era llegar a Él, se compadeció y le creó a la compañera y ayuda idónea. Le regaló a su mujer, Eva.

Dios entendió que el “deseo” de Adán no era hacia la mujer como tal, sino totalmente hacia Él. Pero como Dios no tenía -ni tiene- cuerpo, entonces le dijo que le regalaría otro cuerpo, el de su mujer para que se pudiera entregar a ella de una manera total y libre y que, por medio de esa unión de cuerpos con ella, mismos que embonarían de una manera perfecta, pudiera alcanzar esa unión con Dios que él tanto anhelaba.

Por fin Adán pudo llegar a Dios por medio de ese acto de amor con Eva y participar del espíritu de Dios. Por eso es por lo que “hacer el amor” es hacer oración.

Dice san Juan Pablo II: “se ven el uno al otro con toda la paz de la mirada interior que crea la plenitud de la intimidad de personas”. Todos deseamos a alguien que nos ame, nos acepte y nos respete por completo, plenamente, porque eso nos llena, nos eleva y, literal, nos hace experimentar el amor de Dios.

Adán y Eva se reconocieron desnudos y no sintieron vergüenza porque la dimensión interior del corazón de Adán estaba totalmente volteada a Dios. En su alma solo habitaba el amor y no había malicia. Pronto descubrió que el cuerpo de su mujer estaba hecho para recibir como el de él estaba hecho para entregarse.

Eva puede ver en su totalidad el interior de Adán y observar eso, que su corazón estaba totalmente volteado y dirigido hacia Dios. Eva se da cuenta de que participa de todas las perfecciones que hay de Dios y que su único deseo era amarle y llegar a Él por medio de ella, entregándose plenamente.

Ella sabe que él la desea, pero con un deseo puro, santo, lleno de amor y no de lujuria. También reconoce que Adán lo que quiere es expresarle las perfecciones del amor de Dios por medio de su cuerpo.

Con esta explicación podemos darnos cuenta de la dignidad del acto sexual y de por qué el marco del matrimonio que es bendecido por Dios es el único ambiente sagrado e idóneo para llegar a Él por medio de nuestra unión.

Necesitamos ser conscientes de que la unión sexual es muy agradable a Dios porque por medio de ella nos comunica su amor, nos hace partícipes de su espíritu y nos transmite sus gracias para poder sacar adelante la nada fácil tarea que cada uno de nosotros tenemos dentro de nuestros matrimonios.

A ningún otro acto sexual se le puede llamar «hacer el amor» porque amor es Dios y ninguno otro te eleva ni te lleva hacia Él. Ningún otro te dignifica. Es más, cualquier acto sexual fuera de este contexto es desagradable a Dios porque no nos está uniendo a Él, al contrario, nos aleja de participar de la plenitud de su amor.

Todos los seres humanos necesitamos de Dios. Todos estamos creados para recibir. De hecho, en la misa es Jesús -Dios hecho Hombre- quien se entrega a nosotros. Y todos nosotros -hombres y mujeres- hablando de manera espiritual y simbólica somos mujer para recibirle.

Es decir, lo masculino entrega, lo femenino recibe; es por eso por lo que a la Iglesia la llamamos “ella”, en femenino porque es la que recibe.Es una analogía maravillosa para que entendamos por qué Cristo es el esposo que se entrega a su Iglesia, quien es la esposa que le recibe.

Luz Ivonne Ream, Aleteia

Vea también     La sexualidad y la santidad  -   San Juan Pablo II



































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