Crecer en el amor —el amor a Dios, el amor a los demás—presupone que uno empieza por ser uno mismo. La familia está llamada a ser esa comunidad privilegiada en la que cada uno, sabiéndose amado incondicionalmente, aprende poco a poco a ser lo que profundamente es
Vivir en familia es descubrir y amar el secreto de la propia persona en toda su singularidad. Así es como nos liberamos. Ya no vivimos según los deseos de los demás o según un tal personaje, sino desde la llamada profunda de nuestra persona. Sin embargo, dar al niño esta posibilidad de ser él mismo no es fácil. Pero es posible.
Para llegar a ser él mismo, el niño necesita amor y verdad
“El amor”—añade San Pablo—“pone su alegría en la verdad»: para llegar a ser verdaderamente él mismo, el niño necesita la verdad. Necesita que sus padres le amen con un amor tan exigente como el que nos tiene Dios, que nos llama a dar más y más porque sabe de lo que somos capaces.
Negar a un niño el derecho a ser él mismo es mentirle, ya sea para protegerlo o, peor aún, para adularlo. ¿Por qué tantos jóvenes de hoy buscan desesperadamente el sentido de sus vidas? ¿No es, entre otras cosas, porque demasiados adultos utilizan un lenguaje demagógico, que no es más que una lamentable mentira?
El niño y, aún más, el adolescente (a pesar de las apariencias) necesita puntos de referencia. Necesita padres que sepan decir «sí» y «no». Padres que se atreven a correr el riesgo de desagradar.
Llegar a ser uno mismo no sucede en un solo día…
Especialmente en la adolescencia, la personalidad es a menudo desconcertante y bastante difícil, sobre todo para los que le rodean. Pero esto es normal. Los adolescentes deben ser capaces de tantear, oponerse, criticar y caer de un exceso a otro, mientras tienen padres que siguen siendo exigentes y misericordiosos. Más fácil de decir que de hacer frente a estos adolescentes que nos provocan, es grande la tentación de caer en la severidad intransigente o en la permisividad demagógica. Los niños, sea cual sea su edad, necesitan tener delante a verdaderos adultos que sepan, cuando sea necesario, afirmar, prohibir e imponer.
Pero al mismo tiempo estos adultos deben ser como el Padre del hijo pródigo: los brazos siempre abiertos, dispuestos a perdonar. Perdonar, como sabemos, no consiste en olvidar la falta (que sería una forma de mentira) sino en superarla. Al perdonar, los padres demuestran que no reducen al niño a su maldad: puede haber desobedecido, robado, mentido, pero no es sólo un ladrón o un mentiroso. El perdón se niega a poner esas etiquetas, que, al igual que los halagos, atrapan al niño en una imagen falsa.
Sólo el perdón—expresión del verdadero amor—permite al niño (adolescente) caminar sin miedo hacia el descubrimiento de quién es realmente. «La identidad profunda de todo hombre y mujer consiste en la capacidad de vivir en la verdad y el amor; más aún, consiste en la necesidad de la verdad y el amor, dimensión constitutiva de la vida de la persona. Esta necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a las demás criaturas», señala San Juan Pablo II en su Carta a las Familias. Porque es en la entrega de uno mismo donde uno se encuentra.
Christine Ponsard, Aleteia Edifa
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