Cada mañana, podemos tomar conciencia del regalo de la vida que Dios nos ha dado. Cada día estamos llamados a ser “capaces de Dios”, según la hermosa expresión de Ireneo de Lyon, uno de los Padres de la Iglesia.
Esto exige poner en orden nuestra vida interior como lo haríamos con nuestros artículos personales, subraya Michael Davide, hermano benedictino y autor de Nos saisons intérieures, una meditación magnífica que nos ayuda a recentrarnos sobre nuestra vocación humana.
La obra esboza la imagen alegórica del armario de las cuatro estaciones, que busca reflejar este ordenamiento de nuestra existencia espiritual y humana.
Así, nos permite lograr una “creatividad armoniosa” que unos llaman paz interior y otros sabiduría o incluso serenidad.
Cada cosa en su lugar
Para el hermano Michael, la vida de cualquier persona es comparable a un armario. Cada cosa corresponde a un lugar propio.
“Hay un tiempo para llevar ropa y otro tiempo para ordenarla. Hay cosas que utilizamos todos los días y otras que reservamos para las grandes ocasiones. Las puertas de las estaciones, las estanterías de las ocasiones, los cajones de las situaciones, (…) los cofrecillos de las circunstancias excepcionales…”.
Por tanto, es esencial abrir el armario de nuestro corazón para cada vez seleccionar aquello que necesitemos y también devolver cada cosa a su lugar llegado el momento.
Así, podemos mantener el orden interior que permite vivir en armonía con uno mismo y en consonancia con los demás.
Según el hermano benedictino, la existencia espiritual y humana experimenta también sus propias estaciones: primavera, verano, otoño, invierno.
Con estas estaciones atravesamos por las dimensiones más concretas de la vida: el cuidado necesario de nosotros mismos, el tiempo para nuestras relaciones amistosas o amorosas, el trabajo, las derrotas, los éxitos, los sueños…
La primavera: cuidar de uno mismo
Al abrir las puertas del armario se descubren los diferentes compartimentos. Algunas cosas están al alcance de la mano, para llegar a otras es necesario ayudarse de una escalera.
Al igual que todas estas cajas, cajones y estantes, todos debemos asumir en qué situación nos encontramos.
Esta atención a uno mismo comienza siempre con un primer paso necesario: reconocer y aceptar la propia complejidad. Pero no como un peso, sino como una verdadera oportunidad.
Sabemos hasta qué punto suele ser difícil aceptarse y amarse a uno mismo, sencilla y sinceramente. Hay sufrimientos con los que cargamos que se convierten en tormentos.
De modo que hay que tener el valor de aprender a apreciarse recibiendo en uno mismo el misterio de la vida.
Se trata de familiarizarse con cada elemento de nuestra existencia para convertirlo en un lugar de autenticidad.
Tal y como destaca el hermano Michael, “la lealtad al proyecto de Dios sobre nuestra humanidad implica inevitablemente esta atención a uno mismo”.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,8).
Si cuidamos de verdad de nuestra persona, con realismo y sin fabulaciones, entonces podremos poner en orden nuestras relaciones con los demás, instaurar un equilibrio justo entre el tiempo libre necesario y el trabajo deseable.
Estos cuatro elementos de nuestra vida, una vez bien ordenados, permiten pasar a la estación del verano.
El verano: vivir con elegancia el día a día
Desde nuestra concepción, ocupamos un espacio vital sin el cual no hay perspectiva real de vida. Nos levantamos cada mañana para afrontar la jornada ocupando diferentes lugares de vida, por ejemplo, nuestro lugar de trabajo.
Sin embargo, no basta con estar presente físicamente para estar de verdad. La clave está en prestar atención a cada lugar en el que vivimos, sea grande o pequeño, ordinario o excepcional.
Poner orden en nuestro armario del alma es cultivar la elegancia. Pero no un esteticismo como un fin en sí mismo, sino como una cierta actitud interior.
La simple manera de sentarse a la mesa, de abrir la puerta, de ordenar nuestro escritorio, demuestra nuestra atención al mundo que estamos llamados a habitar ¡con un respeto lleno de amor!
Es lo que dice el poeta Rainer Maria Rilke cuando recomienda ser “amable con las cosas para luego (…) ser benévolo con uno mismo y los demás”.
Si aprendemos a desplazarnos por los lugares cotidianos con sabiduría, seremos más aptos para cuidar las relaciones con los demás, que son el tesoro más valioso de nuestra vida.
El otoño: saber gestionar los fracasos
En la vida y especialmente en nuestras relaciones con los demás, nos enfrentamos a fracasos.
En un mundo dominado por la ley del optimismo forzado, donde todo debe ir siempre bien, nos arriesgamos a no ser capaces de valorar nuestros fracasos, que son parte de la vida misma.
Para aprender de nuestros errores y avanzar, no debemos borrarlos. Todo lo contrario. Según el hermano Michael, los fracasos y errores incluso deberían celebrarse como pasos indispensables en nuestro aprendizaje.
En vez de querer cerrar este cajón de nuestras vidas, es esencial llevar la cruz de nuestros fracasos de una manera libre y lúcida. Por lo tanto, ¡es necesario abrirlo y ordenarlo bien!
La vida no se desarrolla nunca de forma aséptica. No es un camino perfecto, sino que se compone de victorias y derrotas, de intuiciones acertadas y decepciones flagrantes.
Tarde o temprano, cada persona atraviesa dificultades, ya sea en la vida escolar, profesional o sentimental. Nadie escapa a esta lección de sufrimiento que se revela en el descubrimiento de la propia vulnerabilidad.
Pero nos volvemos todavía más vulnerables si no abrimos de vez en cuando el cajón de nuestros fracasos afectivos, profesionales o relacionales. Corremos el riesgo de dejarnos arrinconar por los remordimientos.
Sin embargo, cada vez que estamos listos para reconocer e incluso reafirmar nuestras derrotas con dignidad y perspicacia, nos abrimos a la resurrección y a la alegría, como auténtico síntoma de libertad interior.
El invierno: vivir en la espera alegre de la eternidad
En el armario de nuestra vida interior hay una estantería donde se encuentra una caja de clasificación particular y delicada. Se trata de la de la preparación para la muerte.
La cultura actual pone el acento en la búsqueda de la buena calidad de vida. El hermano Michael subraya en su obra que la muerte, precisamente, forma parte de la calidad de vida.
Todo el mundo debería poder decir: “Aprecio mi muerte más que nada y no querría, bajo ningún precio, que me la arrebataran”.
Antiguamente, la muerte era “una ceremonia pública y organizada” que los niños no se perdían. Hoy en día, la percibimos como una amenaza.
Paradójicamente, en lugar de ayudarnos a vivir, esta actitud es un obstáculo para comprender el misterio de la vida en su totalidad.
Prepararnos para nuestra propia muerte nos da la oportunidad de vivir plenamente con serenidad y verdadera fuerza.
San Francisco de Asís dio a la muerte física el dulce nombre de “hermana”. Para él, la muerte era como una persona cercana. Esta “hermana, la muerte”, nos ofrece vivir hasta morir con la actitud de “auténticos mendigos dichosos”.
Según se cita en la obra, el escritor ortodoxo Anthony Bloom explica cómo vivir a la espera de la vida eterna: “Solo hay una cosa importante: ¿por qué razón vivimos y por qué causa estamos dispuestos a morir?
Estas palabras (que pronunció su padre, NdlR), me enseñaron lo que debe vincularse a la muerte: una última llamada a aprender a vivir, vivir en la espera de nuestra muerte como un joven espera a su amada (…), vivir a la espera de que la puerta se cierre. Si Cristo es la puerta que se abre a la eternidad, él es nuestra muerte”.
Marzena Wilkanowicz-Devoud, Aleteia
No hay comentarios:
Publicar un comentario