San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales escribe que: «el amor debe ponerse más en los hechos que en las palabras». Los que aman lo saben bien, porque ante numerosas e intensas palabras afectuosas, a menudo ven cómo su amor se hace añicos en las rocas de la realidad, donde pueden resbalar y resultar heridos.
La pregunta del doctor de la ley, en el Evangelio del domingo que pasó (Mt 22, 34-40), nos llama a esta cuestión: ¿cuál será el criterio a seguir para ser feliz y también obediente a la ley del Señor? ¿Cómo se puede obedecer toda la ley? y, ¿si no puedes obedecer toda la ley, significa que nunca podrás ser feliz?
Cuando uno elige, siempre excluye algo más. El doctor de la ley tal vez quiera encontrar una justificación a sus frustraciones, es decir, a su incapacidad para obedecer todo lo que la ley le exigía. De hecho, la ley incluía muchos preceptos y todos parecían igualmente importantes.
Esta situación también se presenta en nuestra vida: todo nos parece importante y urgente, y por eso terminamos estancados, sin poder encontrar un punto de partida.
Una llave
Jesús, en cambio, tiene las ideas claras, de hecho, hay una palabra que representa la clave para entender todo lo demás, un fundamento, un punto de partida: Dt 6,4-9 o la oración del Shemá (¡escucha!). Una oración que al mismo tiempo es un mandato, como si dijéramos: ¡Oh Señor, déjame poder hacer lo que Tú quieres de mí!
El gran mandamiento es, por tanto, el amor: podemos hablar mucho, podemos alcanzar muchas metas, podemos hacer muchas cosas buenas; pero si no hay amor a Dios, habremos perdido el tiempo y no seremos felices.
El amor a Dios nos descentraliza, nos libera de encerrarnos en nosotros mismos, nos recuerda -ante todo- que no somos el fundamento de nuestra vida: recibimos esta vida y estamos llamados a devolverla cada día. No nos damos la vida, sino que la recibimos.
Amar a Dios significa también encontrarnos a nosotros mismos como personas: todo lo que somos le pertenece a Él, por eso nos pide que lo amemos con todo nuestro ser: corazón, alma y mente.
Sabemos bien lo insoportable que puede ser cuando estos aspectos de nuestra vida no están en armonía, cuando a pesar de reconocer que algo anda mal, no podemos evitar desearlo. Reconocemos el amor a Dios cuando nos sentimos centrados, cuando sentimos internamente que estamos donde nos hubiera gustado estar. No se puede amar a Dios y estar dividido.
Amor total
Aunque el doctor de la ley solo pregunta a Jesús cuál es el gran mandamiento, Jesús cree que el amor a Dios no es el único, sino que, de él brota inevitablemente otro: el amor a mí mismo.
Sí, porque si no me amo, si no amo algunos aspectos de mí, si no acepto también mis heridas y mis lados oscuros, si no acepto mi historia, difícilmente podré acercarme serenamente a otra persona. Si no me amo a mí mismo, tenderé a odiar en los demás lo que no aprecio en mí. Si no me amo tal como soy, tenderé a envidiar lo que en los demás me recuerda mi pobreza.
Por eso, así como estamos llamados a amarnos a nosotros mismos en nuestra totalidad, la misma totalidad con la que deseamos amar a Dios, así estamos llamados a amar al otro tal como es, con sus defectos, sus flaquezas, sus sombras. Entonces podríamos decir que amamos de verdad. Las palabras de Jesús son un llamado a la totalidad: no existe el amor a medias, el amor parcial.
Y saberlo no basta: el doctor de la ley ya conocía todas estas palabras, pero no las vivió. Así también nosotros pretendemos conocer a Dios y, sin embargo, no lo amamos. El amor se ve en los hechos, no en las intenciones.
Luisa Restrepo, Aleteia
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