sábado, 28 de octubre de 2023

La distracción, ¿una cualidad o una calamidad?

Chico distraído



"Hay distracciones buenas y distracciones malas", señala la filósofa Jeanne Larghero. Saber distraerse, o saber aceptar las distracciones, puede ser señal de una vida interior sana

Distracción en la persona que pierde las llaves, las gafas, los tickets de estacionamiento y cualquier otra cosa que haya usado en algún momento del día. Distracción en la persona que se olvida de una reunión, llega a una cita el día antes o el día después, descubre que todo el mundo le está esperando y parece que se acaba de caer de la luna… ¡Es molesto! Pero no nos apresuremos a señalar con el dedo al hijo, amigo, compañero o marido distraído.

Por supuesto, conocemos el destino que Blaise Pascal reserva al entretenimiento: la incapacidad de habitar en las profundidades del alma, que nos arroja perpetuamente fuera de nosotros mismos. «Toda la desgracia del mundo proviene de una sola cosa, que es no saber descansar en una habitación», escribe en sus Pensamientos (nº 4/7).

Inventamos distracciones para evitar pensar y enfrentarnos al mundo del alma. Así que hay algo en la distracción que deploramos en nosotros mismos, o que nos molesta en los demás, que tiene que ver con esta tendencia a vivir en la superficie: lo que se oye con un oído sale por el otro, nada queda grabado, nada toca la memoria ni se clava en el corazón, porque cada nuevo tema de interés expulsa al anterior sin despertar nunca una verdadera atención. Aceptemos, pues, la crítica de Pascal, que nos invita a reconocer que si nuestra distracción duele, es por la superficialidad que manifiesta.

Sin embargo, Platón cuenta una famosa anécdota sobre el erudito Tales que, inmerso en sus más profundos pensamientos y en la contemplación de las estrellas, no miró por dónde pisaba y acabó en el fondo de un pozo (Teeteto, 172c-177b).

Nuestras distracciones no son todas intrascendentes: revelan una vida interior rica y presente que a menudo compite con la vida cotidiana. Nuestros olvidos, torpezas y desatinos expresan la tensión que existe en cada uno de nosotros entre la llamada de la vida interior y las necesidades que surgen en el momento presente. El despistado es también ese amigo precioso que repasa una y otra vez todo lo que hay en su corazón.

Permitirnos descansar

Por eso no combatimos nuestra tendencia a perder las llaves o a olvidar el código del edificio simplemente haciendo listas de tareas. Nos tranquilizamos cuando dejamos que nuestra vida interior ocupe el lugar que le corresponde, sabiendo «descansar en una habitación».

Podemos disminuir nuestra distracción creando un espacio entre lo superficial y lo profundo. Y cuando recemos, si vuelven nuestros pensamientos parasitarios, si el menú del domingo o la fecha de pago de la tarjeta de crédito se interponen entre nosotros y los misterios del rosario, aprovechemos para darles un lugar propio:

Dios ama, conoce y busca visitar todo lo que somos. No es indiferente a nuestras preocupaciones domésticas o económicas; ¡Tenía una madre que también tenía que preparar la comida!

Permitamos que Él también venga a morar en nuestras preocupaciones: no las ahuyentemos como distracciones, sino aprovechemos la ocasión para presentárselas con sinceridad a Dios. Entonces, probablemente, dejarán de resurgir como actos fallidos, y todos los que andan tras nuestras llaves nos lo agradecerán.

Jeanne Larghero, Aleteia 


Distracciones espirituales: Cómo sacar lo mejor de ellas

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¿Qué hacer con las distracciones en la oración? No darles demasiada importancia y percibirlas como una oportunidad para volver a elegir a Dios

Las distracciones afectan a todas las formas de oración (misa, oración comunitaria, rosario, adoración).

Varían según el carácter de cada uno, su situación vital, sus circunstancias: el filósofo razona, los padres piensan en sus hijos, el rencoroso rumia, el ambicioso construye su futuro…

Su naturaleza informa al orante sobre sí mismo: sus inquietudes, afectos, pasiones, tentaciones.

¿Quién escapa a las distracciones en la oración? Nadie, ¡ni siquiera los santos!

Santa Teresa de Ávila habla de ello como una auténtica “imperfección”, tan dolorosa como incontrolable.

La santa cuenta que, a veces, “me hallo que tampoco cosa formada puedo pensar de Dios ni de bien que vaya con asiento, ni tener oración, aunque esté en soledad”, y que su espíritu parece “un loco furioso que nadie le puede atar”.

Confiesa que no piensa en ninguna “cosa mala, sino indiferentes”. De este modo se sorprendió un día contando las tachuelas del zapato de la religiosa que rezaba delante de ella.

Nada grave, considerando algunas distracciones mucho menos honrosas. Esta “imperfección”, ¿cómo la comprendemos?


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Los 5 sentidos y la imaginación que nos impiden concentrarnos

Las distracciones espirituales son inherentes a nuestra condición de seres encarnados. Explicación: el ser humano no es solamente espíritu.

Y mientras que ese espíritu busca la unión con Dios, sus esfuerzos se ven contrariados por el peso de la “materia” que lo sobrecarga.

¿La “materia”? Para empezar están los cinco sentidos, que no cesan su actividad y que perciben, sin pretenderlo, “todo lo que pasa”: un ruido (el sonido del teléfono móvil que el vecino olvidó apagar), una imagen (el nuevo peinado de mi vecina), un olor

Los sentidos, auténticos “impedimentos a la oración”, alimentan sin cesar a la mente con aquello que captan, impidiéndole así concentrarse en las verdades sobrenaturales que, sin embargo, intenta buscar.

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Catholic Diocese of Saginaw | CC BY-ND 2.0

Pero la acción de los sentidos no lo explica todo: con tapones para los oídos, una venda sobre los ojos y una pinza de la ropa en la nariz se siguen teniendo distracciones. ¿Por qué?

Respuesta de santa Teresa de Jesús: las “potencias”, es decir, “la memoria o imaginación” (la “loca de la casa”) y el “entendimiento” (facultad de razonar), que no dejan de vagabundear, y desvían a la voluntad de su objetivo: fijarse en Dios.


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Frente a la experiencia a menudo dolorosa y desconcertante de las distracciones, podemos vernos tentados por el desánimo. En efecto, cuando tenemos demasiadas distracciones, podemos pensar que “esto de rezar no es lo mío”.

La tentación puede llevarnos entonces a abandonar del todo la oración. ¡Jamás hay que hacer esto! Si dejáramos de rezar porque tenemos distracciones, ¡no rezaríamos nunca!

Las distracciones solo afectan a la parte periférica del ser. Sin embargo, Dios se nos da en las profundidades del alma, allí donde las distracciones no entran, donde lo sensible no tiene acceso. Por tanto, las distracciones no impiden a Dios trabajar en el alma y transformarla.

Las distracciones, oportunidad de volver a elegir a Dios

Entonces, ¿qué deberíamos hacer? ¡Perseverar, por supuesto! Y no darle demasiada importancia a las distracciones, y menos aún dramatizarlas.

Sin embargo, tampoco hay que regodearse en ellas. La tentación sigue existiendo y es fuerte.

Mientras no permanezcamos dentro de ellas voluntariamente, las distracciones espirituales no son un pecado. “¡Son incluso una gracia!”, afirma alto y claro un sacerdote.

“Porque son la oportunidad de volver a elegir al Señor, que había quedado desatendido momentáneamente. Es una oportunidad de volver hacia Él en la forma de oración en la que estábamos. Abandonar una distracción que nos complace para volver a Cristo es realizar un acto de amor”.

Las distracciones] «nos acostumbran a vivir de pan seco y negro en la casa de Dios”, leemos también bajo la pluma del teólogo y obispo francés François Fénelon.

¿El interés de una pitanza tan exigua? Al dificultar la oración, las distracciones permiten a la persona buscar a Dios por Sí mismo y no por los sensibles consuelos que pueda dar.

De igual modo, a causa del esfuerzo que supone deshacerse de ellas, fortalecen la voluntad de encontrar y avivar el deseo de unirse a Él.

Una gracia más: nos aproximamos a nuestra pobreza. Sin embargo, “cuanto más pobre se es (…), se es más propio a las operaciones de este amor que todo lo consume y transforma”, escribe Teresa de Lisieux.

La joven doctora de la Iglesia plantea, no obstante, dos condiciones: consentir permanecer pobres y amar nuestra pobreza.

San Pablo sigue la misma línea: “Me gloriaré de mis debilidades para que el poder de Dios pueda habitar en mí”.

Consecuencia inesperada: vividas en la alabanza, la aceptación y la acción de gracias, las distracciones espirituales permiten a Dios establecer su reino en el corazón de la persona. Se convierten entonces en un camino, más que un obstáculo, para ir hacia Dios con humildad.

Por Élisabeth de Baudöuin, 






















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