No pocas veces he escuchado decir: “Dios me ha abandonado”,
Cristo ha subido al cielo, no para alejarse de nosotros sino para poder estar más cercano a nosotros. Necesitamos abrir la puerta de nuestra fe consciente para darle la oportunidad.
"Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" Apocalipsis 3, 20.
Cuando mis dones se hacen presentes.
pronto tomo conciencia de lo que está
pasando y evalúo mi reacción.
Cuando me siento solo y una imagen me reconforta.
Muchas veces en momentos de soledad o desesperación el mirar hacia la Cruz de Cristo le da sentido a mis pesares y dolores. El los cargó antes que yo.
En mis momentos de soledad y oración.
El día a día puede dejarme casi sin tiempo para rezar. Pero son esos momentos, esos minutos que tal vez elijo tenerlos al final del día son mi consuelo. El descanso de una jornada a Su lado, un momento para agradecer, para confiar, para enontrar consuelo.
Cuando el dolor de otros se convierte en mi dolor.
Ver el dolor en personas que nunca conoceré, o en lugares que tal vez nunca visite y de pronto los siento como si fueran míos ese el sello de saberme hija de Dios, amando como EL.
Cuando observo las maravillas de su creación.
Ver las maravillas de su creación me hacen testigo de ese orden que el mundo siue, un orden que no es obra del azar.
Cuando veo la alegría de las personas que han consagrado su vida a Dios.
Me llama la atención la alegría de mis amigos consagrados. Cuando conversamos, cuando veo cómo acogen a otros. Cuando cuentan su experiencia irradian una alegría que viene de algo mucho más grande, una compañía constante, una unión especial con Dios.
En sus caritas llenas de arrepentimiento.
Cuando mis hijos hacen una travesura y de pronto entienden que han obrado mal. El arrepentimiento, tan importante para volver a empezar. Dios está ahí enseñándome a ser mamá y enseñándoles a obrar el bien.
Cuando ayudo a otros.
El amor tiene que ver con el dar y servir. Cada vez que ayudo a alguien conocido o desconocido, mi corazón desborda de alegría y compruebo el sentido del mandamiento nuevo que Jesús nos dejó: Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo.
Cuando recuerdo a los que ya no están.
El dolor de recordar a aquellos que he amado tanto como mis abuelos, mis tíos, mis amigos que partieron antes. Dios siempre llega a mi pensamiento con Su consuelo y la promesa de volvernos a ver en la eternidad.
Cuando celebro el don de tener buenos amigos.
El regalo de la amistad que me permite poder compartir con otros mis vivencias, mis recuerdos, mis días buenos y también mis días malos. La amistad es un don maravilloso. "No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos" (Juan 15:13)
Cuando me sorprendo de la inmensa capacidad creadora del hombre.
Ver todo lo que como seres humanos hemos podido crear, hasta donde hemos llegado me revela ese reflejo creador por el que estamos marcados.
Cuando las nubes me recuerdan el cielo... ¿a quién no le ha pasado?
Mirar al cielo y sentir esa nostalgia por el infinito, esa alegría que me recuerda que estoy llamado a vivir una vida eterna.
Cuando me siento agradecido de poder sentir amor en mi corazón.
Amar profundamente a otro llena mi corazón de alegría y me permite poder entregarme y sólo querer darlo todo por amor. Amar como El me ama.
En esos momentos en que me doy cuenta que mi corazón se rebela ante el hecho que la vida es pasajera.
Recordar que esta vida es temporal y sentir muchas veces querer ser eterno vivir para siempre es un llamado que todos tenemos. Es la marca de Dios que nos prepara para una vida sin fin.
Cuando se encienden en mi corazón sentimientos o pensamientos que no sé de dónde salieron.
Muchas veces tenemos la palabra correcta, la solución o de pronto una inspiración que no sabemos de dónde viene. Sin embargo, es siempre a tiempo. Me demuestra que Alguien está a mi lado susurrándome y cuidándome siempre.
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