domingo, 24 de abril de 2022

Santa Misa: ofrecerse primero a sí mismo como sacrificio vivo y santo


 

Unos pasajes de la conferencia del cardenal Cantalamessa. Vea aquí el texto completo

San Gregorio Nacianceno escribe: "Sabiendo que nadie es digno de la grandeza de Dios, de la Víctima y del Sacerdote, si no se ha ofrecido primero el mismo como sacrificio vivo y santo, si no se ha presentado como oblación razonable y agradable (cf. Rom 12,1) y si no ha ofrecido a Dios un sacrificio de alabanza y un espíritu contrito —el único sacrificio cuya entrega pide el autor de todo don— ¿cómo me atreveré a ofrecerle la ofrenda exterior en el altar, que es la representación de los grandes misterios?"[6]

Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así: "Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía... Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto"[7].

Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias, que son distintas pero inseparables.

Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa, es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente».

Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia, haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús.

En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el de Jesús y Pablo, «cuerpo» indica todo el hombre, en la medida en que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. Por lo tanto, «cuerpo» indica toda la vida. Jesús, al instituir la Eucaristía, nos dejó toda su vida como don, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que había llenado concretamente dicha vida: silencio, sudor, fatigas, oración, luchas, humillaciones...

Luego Jesús dice: «Esta es mi sangre». ¿Qué añade con la palabra «sangre» si ya nos ha dado toda su vida en su cuerpo? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, también nos da la parte más preciosa de ella, su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica, de hecho, una parte del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. ¡La Eucaristía es el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, de la vida y de la muerte del Señor!

Ahora bien, viniendo a nosotros, ¿qué ofrecemos, ofreciendo nuestro cuerpo y nuestra sangre, junto con Jesús, en la Misa? También ofrecemos lo que Jesús ofreció: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo lo que concretamente constituye la vida que llevamos en este mundo, nuestra vivencia: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, tal vez solo una sonrisa. Con la palabra «sangre», también expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por nuestros hermanos. En nosotros es muerte todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades que inmovilizan, limitaciones debidas a la edad, a la salud, en una palabra, todo lo que nos «mortifica».

Todo esto requiere, sin embargo, que, tan pronto como salgamos de la Misa, trabajemos para lograr lo que hemos dicho; que realmente nos esforzamos, con todas nuestras limitaciones, por ofrecer nuestro «cuerpo» a nuestros hermanos, es decir, el tiempo, las energías, la atención; en una palabra, nuestra vida. Es necesario, por tanto, que, después de haber dicho a los hermanos: «Tomad, comed», nos dejemos realmente «comer» y nos dejemos comer sobre todo por quien que no lo hace con toda la delicadeza y gracia que cabría esperar.

an Ignacio de Antioquía, yendo a Roma a morir mártir, escribía: «Yo soy trigo de Cristo: que sea molido por los dientes de las ferias, para convertirme en pan puro para el Señor»[8]. Cada uno de nosotros, si miramos bien alrededor, tiene estos dientes afilados de fieras que lo muelen: son críticas, conflictos, oposiciones ocultas o abiertas, divergencias de puntos de vista con quienes nos rodean, diversidad de carácter.

Nuestra firma en el don

Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una gran familia en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama sin medida a su padre. Para su cumpleaños quiere hacerle un regalo precioso. Pero antes de presentárselo, pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que pongan su firma en el regalo. Por lo tanto, esto llega a las manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, incluso si, en realidad, solo uno ha pagado el precio de ello.

Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. A él quiere darle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más preciado que se puede pensar, el de su propia vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» a poner su firma en el don, de manera que llega a Dios Padre como don indistinto de todos sus hijos, aunque sólo uno ha pagado el precio de este don. ¡Y a qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en la copa. Son nada más que agua, pero mezcladas en el vaso se convierten en una única bebida. La firma de todos es el solemne Amén que la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos... ¡Amén!»

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene el deber de honrar su propia firma. Esto significa que, al salir de la Misa, también nosotros debemos hacer de nuestra vida un don de amor al Padre y a nuestros hermanos. Repito, no sólo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude en esto!

Vea también      Resumen de respuestas y textos para participar en la Santa Misa

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