Hay que redescubrir la Misa, su valor, lo que ocurre ante nuestros ojos y no podemos ver...
«El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el Cielo entero debería conmoverse profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote» (San Francisco de AsísI
Hay una parroquia cercana a mi casa a la que me gusta ir con Vida, mi esposa, a misa.
Suelo sentarme adelante, en las bancas laterales porque desde allí puedo ver el sagrario iluminado.
Me gusta experimentar la cercanía de Jesús, saberlo cerca, con la certeza absoluta que Él está allí, en ese Sagrario, como un prisionero de amor, esperando por nosotros.
Es el Hijo de Dios y se queda en el Sagrario, silencioso, humilde. Lo pueden llevar de un lado a otro y se deja.
Ocasionalmente realiza un milagro eucarístico para recordarnos este milagro de amor, que Él está en cada hostia consagrada por las manos de un sacerdote.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice:
1333 En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Las Sagradas Escrituras nos relatan cómo era al principio, cuando los creyentes se reunían y los apóstoles realizaban prodigios.
Debió se impactante estar presente y ver estos acontecimientos. Algo que sorprende también es la hermandad que existía, todo lo ponían en común.
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo”
Hechos 2, 42-46
Para mí la Eucaristía contiene en sí el tesoro de traernos a Jesús todos los días. Algo que jamás podremos pagar.
Y como si fuese poco la Iglesia tiene otros tesoros disponibles para nosotros, termina la misa y puedes confesarte, purificar tu alma y restaurar tu amistad con Dios.
Me encantan las homilías de los sacerdotes. Creo que alguna vez te lo he comentado. No tienes idea todo lo que aprendo y a menudo me ayudan para escribir estos artículos y compartirlos contigo. Suelo llevar una libreta para anotar cuando alguna palabra me impresiona.
Una vez el padre dijo esto: “El primer mandamiento empieza por Shemá, escucha. Y tiene su razón de ser. Dios nos dio dos orejas y una boca para que escuchemos más hablemos menos. Debemos reflexionar antes de hablar, sr misericordiosos y no decir lo que puede lastimar a los demás.”
En otra ocasión un padre decía: “Muchos actúan en sus vidas por cumplimiento. Una palabra que parece decir “cumplo” y “miento”.
Hay tanto de especial en cada misa. También me gusta ir y rezar por ti, pedirle a Jesús: “Bendice a los que lean estas palabras, concédeles sus anhelos”. Él es muy bueno y seguro te concederá que tanto le pides.
Descubrí algo sorprendente en la Misa, “presencia y amor de Dios” más allá de lo imaginable.
Ve a misa y haz esta prueba. Cierra un rato los ojos y escucha con atención. A mí me encanta hacerlo. No me distraigo y cada palabra permea mi alma y me llena de paz y admiración.
Hay que redescubrir la Misa, su valor, lo que ocurre ante nuestros ojos y no podemos ver.
Te comparto un magnífico artículo de Aleteia en él te enseñamos “las partes de la Misa y su sentido explicado sencillamente”.
Claudio de Castro, Aleteia
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