Hay dos "pecados de guante blanco", así los llama el Papa Francisco: la calumnia y la maledicencia. ¡Y es tan fácil caer en ellos!
«Pueblo pequeño, infierno grande», dice el refrán.
Cada vez estoy más asombrada por lo certera que ha sido, es y será la sabiduría popular. El otro día, un sacerdote contó el siguiente chiste: ”Una feligresa escuchaba una plática que animaba a soñar con el ideal de subir al Cielo de cabeza, sin pasar por el purgatorio. Pero ella confesó que le gustaría pasar, por lo menos, una hora en el purgatorio. El sacerdote, sorprendido, le preguntó por qué, a lo que ella respondió: ¡Para mirar quién está por allí!”. No me quedó ninguna duda de que esa mujer pertenecía a mi mismo ayuntamiento.
Daños en el día a día
En estas líneas, quería reflexionar despacito sobre los grandes pecados cotidianos de los que ninguno nos libramos. Se trata de los pecados de guante blanco, que son las dos variantes de la difamación: la calumnia y la maledicencia. Con la primera no hay ningún género de duda: la calumnia es algo negativo, considerado ilegal por todos. Pero, cuando llegamos a la maledicencia, nos encontramos que estamos bordeando la ley.
El punto 2477 del Catecismo de la Iglesia Católica trata este tema de la siguiente forma: ”El respeto de la reputación de las personas -dice- prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto. Se hace culpable de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran”.
Y ahí encontramos la línea que nos permite bordear la legalidad.
- Primero, como lo que decimos es verdad, no tenemos sensación de infringir nada, de manera que no se irrita nuestra conciencia.
- Segundo, si nos empeñamos, siempre podemos encontrar “una razón objetivamente válida” que nos justifique.
En esos casos, creo que es bueno que recordemos cómo define el Papa Francisco a estos pecados de guante blanco: atentado terrorista del que nunca en esta vida podrás calcular su daño.
La terrible experiencia del santo Cura de Ars
El Santo Cura de Ars pidió a Dios ser consciente de la maldad de sus pecados, y Dios se lo concedió. La impresión fue tan grande, que le hizo suplicar inmediatamente que le quitase semejante don. Dios también se lo concedió, pero le hizo conservar el recuerdo suficiente de esos instantes para llevarlo al arrepentimiento y a la contrición.
No nos vendría mal que el Santo Cura de Ars compartiese con nosotros algo de ese recuerdo terrible para darnos cuenta, o intuir al menos, el daño que hacemos de manera que, en adelante, nos cercioremos de que nuestras razones para señalar el defecto de alguien son ”objetivamente válidas”, antes de proceder a ello.
En caso contrario, conseguiremos que las víctimas de nuestros atentados sean conocidas por un defecto, por el error de una tarde, o por la desviación de seis meses. Y cargaremos sobre nuestras espaldas con el bien que esa persona nunca podrá hacer por haber sido lapidada socialmente.
Profundizando en esta cuestión, quizá nos vemos a menudo en una situación comprometida. Sabemos fehacientemente que alguien está difamando a otra persona, y nos surge la siguiente duda: ¿se lo decimos a la víctima, para que tenga más cuidado con quien la difama, o nos quedamos callados? Hagamos lo que hagamos, podemos tener sensación de deslealtad.
¿Avisaremos a la víctima de la maledicencia?
Yo, después de haberme visto a uno y otro lado del telón, creo firmemente que lo mejor que se puede hacer es callar. Porque, cuando la víctima de la maledicencia no lo sabe, es sólo eso, víctima, y Dios la defenderá, pues nos prometió que quien tiene sed de justicia será saciado. Mientras que, si se le pone al corriente del daño, es muy fácil que, además de víctima, se convierta en culpable. Culpable de malos pensamientos, rencor, ansias de venganza…, y de todo lo que le pueda nacer en el corazón a causa del dolor. Con esta segunda opción, la estamos alejando del Cielo.
Además, hay que tener en cuenta que, el 80% de las veces, estos atentados terroristas son pertrechados con la única motivación de entretener una tarde de aburrimiento, sin que existan grandes odios que los promuevan. Y la vida suele dar oportunidades para que terroristas y víctimas se encuentren en algún momento, pudiendo incluso, con el tiempo, llegar a ser buenos amigos.
El cuento del carpintero
Cuando me detengo a escudriñar mis pecados de guante blanco, me acuerdo del cuento del carpintero que trabajaba haciendo casitas de madera. Las hacía poniendo muchísimo cuidado en cada detalle. Y, finalmente, llegó el momento en que, tras muchos años haciendo casitas de madera, se encontró cansado, y le dijo a su jefe que quería retirarse. El jefe lo comprendió y, muy agradecido por sus años de servicio, le pidió que hiciera una casita más antes de marcharse.
El carpintero, comprometido por la petición de su jefe, respondió que sí, pero no hizo la casita con el mismo mimo que acostumbraba. Al entregar la casita al jefe una vez terminada, éste le sonrió y le dio las llaves de la misma, porque esa casita era para el carpintero, en agradecimiento a su excelente trayectoria. Y así, como esas casitas de madera, me imagino la caridad, a la que me encantaría dar toda la exquisitez de mi guante blanco.
Mar Dorrio, Aleteia
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