Un camino espiritual nos conduce desde nuestra fragilidad a los brazos del Padre del cielo
Con el miércoles de ceniza comenzó un nuevo camino por el desierto.
¿Por qué necesito la ceniza para caminar? Es extraño. Podría comenzar sin necesidad de que nadie pusiera ceniza en mi cabeza. No me embellece, todo lo contrario. La ceniza me habla de muerte, de olvido, de fuego consumido, de vida destruida, de soledad, de desamparo.
¡Cuánta muerte me conmueve en este año de pandemia! ¿Qué necesidad tengo de revestirme de ceniza?
Ceniza para recordar
El oro, la plata, las joyas, las pieles, el maquillaje, la luz. Todo eso me embellece, resalta lo que está vivo. Y yo quiero comenzar con fuerza este tiempo, no sintiéndome muerto.
Porque esas cenizas bendecidas me hablan de la muerte. ¿Para qué las necesito? Y entonces leo una poesía que me da algo de luz sobre este inicio de mi Cuaresma:
«Son hojas verdes mis días. Hojas que caen cada otoño.
Son árboles que se elevan y raíces que se entierran.
Es pasado mi presente y mi futuro es historia.
Desandar no puedo nunca, sólo andar nuevos caminos.
Aprender siempre es posible, desaprender duele hondo.
Olvidar sucede a veces, otras el recuerdo hiere.
No sé bien cómo se empieza de nuevo a tejer los días.
Tras las derrotas crueles, tras la muerte que da vida.
Alguien me recuerda entonces que sólo morir me salva y el que ama da la vida.
En eso consiste entonces volver a nacer de nuevo.
En morir un poco siempre para volver a dar vida».
Es entonces que comprendo el sentido de estas cenizas. Un día fueron ramos de olivo verdes tendidos a los pies de Jesús. Cuando entraba en Jerusalén dispuesto a entregar la vida. Ahora son ceniza bendita.
Me recuerda lo que es mi vida. Hoy un brote verde, mañana queda sólo el olvido.
Quizás por eso me viene bien recibir la ceniza. Porque tengo una tendencia exagerada al olvido. Ya no me acuerdo de las derrotas y creo que voy a vencer siempre. Ramos verdes, hojas verdes firmes en la rama.
La ceniza me muestra que mi vida es caduca y muere. La vida que no se entrega y muere para dar vida, no merece la pena.
Me revisto de esa ceniza que no embellece. Me hace más humilde, más pobre. Es una ceniza extraña que llena de luz mi alma. Necesito comenzar así este tiempo de desierto, de Cuaresma, estos cuarenta días.
No soy Dios, sino hijo
Sin esta realidad del amor que se entrega, muere y da la vida, no tendría sentido caminar descalzo el desierto de Cuaresma. No me olvido entonces de lo importante: no soy Dios, soy sólo hombre. Soy pobre. Y no puedo hacerlo todo solo.
Camino descalzo por este desierto cubierto de ceniza. Recuerdo entonces que soy niño, que soy hijo, que soy necesitado. Y que tengo una nostalgia de infinito pegada al alma.
Al recibir la ceniza escucho que soy polvo y que en polvo me convertiré. Y entonces dejo de afanarme por tantas cosas que me quitan la paz.
Descansaré en Dios
¿Para qué me agobio tanto? Cada día tiene su propio afán. No quiero vivir preocupado porque tiendo hacia Dios y un día descansaré en sus brazos.
Ese pensamiento me libera de esta vida que quiere presionarme para que venza siempre y llegue a la meta antes que ninguno. La vida son dos días y quiero vivirlos con alegría, sin miedo, sin angustias.
Saber que soy polvo me recuerda que mi vida está en las manos de Dios, que no tengo el timón de mis días, que no soy todopoderoso, sino que he renunciado al poder desde mi cuna.
Esa sensación de pequeñez me hace alzar la mirada al cielo y suplicarle a Dios que me sostenga, que no puedo luchar contra mis propios demonios. Esos que habitan dentro de mi alma, esos que me hacen levantarme con ira cada vez que la cosas no son como yo pensaba.
La pequeñez es la condición de hijo que he recibido desde que nací. Si soy hijo necesito a un Padre todopoderoso que me dé la vida. Y como soy pequeño necesito la fuerza de esta ceniza que me recuerda quién soy. Comenta Albert Espinosa:
«Dentro de cualquier pequeño cobarde hay un gran valiente. Todo saldrá bien. Si la contemplas de cerca la vida a veces no tiene sentido. Hay que alejarse un poco y contemplarla desde lejos, con una gran sonrisa».
Una perspectiva de eternidad
La Cuaresma me ayuda a alejarme un poco de mi vida para contemplarla con sentido. En ese arco que lleva de mi nacimiento a la muerte. Entonces los problemas no son tan graves. Y la vida es mucho más que el miedo presente.
Sólo necesito creer más en Jesús, en su Palabra y cambiar de vida, crecer, ser mejor. Para eso se me regala este tiempo.
Y la ceniza sólo me bendice. Es como esa mirada de Dios que se posa sobre mí para decirme lo valioso que soy ante sus ojos. No soy nada, soy pequeño y a la vez soy el tesoro más grande que puede contemplar Dios.
Por eso se ensancha mi corazón con la ceniza. Decía el papa Francisco:
«La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna«.
La ceniza me enseña a no estrechar mi horizonte. Lo abro, es mucho más amplio. Estoy hecho para el cielo mientras camino sobre el polvo del desierto rumbo a la Pascua.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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