Todo va a depender de la capacidad que tengo para registrar las cosas que tengo y no las que me faltan, puedo estar permanentemente feliz en la medida en que le encuentro sentido a lo que hago
Sé que es más importante agradecer que temer. Dar gracias antes que quejarme. Mirar al cielo y sonreír antes que vivir amargado.
No sé. Me gusta la gente que agradece. Los que sonríen sin motivo aparente. Los que llegan a tu vida y la llenan de esperanza. Se introducen por las ventanas del alma abriéndolas de par en par.
Me turban los que siempre se quejan, los que exclaman con pesar: “¡Ay!, si todo hubiera sido de otra manera”.
Temen las malas noticias. Y son ellos por su aspecto una tragedia viviente. Un drama que se actualiza. No quiero volverme así. Me gusta por eso agradecer, sobre todo lo que no es evidente.
La sicóloga Pilar Sordo hablaba en una ocasión de un paciente ciego al que le pidió que agradeciera por las cosas de la vida.
Este hombre enumeró tantas razones pequeñas por las que tenía que dar gracias que ella se quedó sorprendida: “Todo va a depender de la capacidad que tengo para registrar las cosas que tengo y no las que me faltan. Puedo estar permanentemente feliz en la medida en que le encuentro sentido a lo que hago. Y no lo logro haciendo siempre lo que quiero. Eso no me hace feliz. Estoy centrado en lo que yo quiero conseguir. Si viera la mitad de lo que veía Jaime sin ver, cambiaría a partir de hoy”.
Se trata de cambiar la actitud ante la vida. Adquirir hábitos que me hagan agradecido y no quejumbroso.
Enumero tantas cosas que no son evidentes. No tengo derecho ni al sol, ni a la lluvia. Tampoco a dormir muchas horas o pocas.
Doy gracias por esa persona que me cuesta especialmente. O por aquel que me cambia los planes y me exige.
En momentos de dolor creo que nada es suficiente, porque me falta la razón para estar alegre. No descubro el motivo de mi existencia. Y pienso que nunca más voy a poder ser feliz.
¡Cómo se puede agradecer por lo que tengo cuando me falta lo que más necesito! La persona amada, el trabajo que le daba sentido a todo. Y quizás cuando sí lo tenía no agradecía porque lo consideraba casi un derecho.
Cuando me falta lo que más amo, es como si todo lo demás fuera insuficiente. Puedo plantearme entonces volver a empezar o anclarme en ese pasado a partir del cual no hay razón para estar alegre.
Siento que no valoro la vida que tengo. Hasta que pierdo algo no me doy cuenta de lo que me importa. Antes lo consideraba un derecho y no me llamaba la atención. Ahora cuando me falta me sorprende el hueco que llenaba.
La vida no la quiero perder entre quejas y ayes. Como si nada pudiera volver a ser como antes. Decía Enrique Rojas: “Para ser feliz es necesario no equivocarse en las expectativas, esperar de forma moderada”.
Esa actitud me hace agradecido. Más consciente de lo que tengo. Más feliz por no querer más de lo que necesito.
No es feliz el que más tiene. Sino el que menos necesita. Así de sencillo. Y yo lo complico tanto exigiéndoles a los demás lo que no me pueden dar. A la vida lo que no me regala. Al futuro lo que tal vez no traiga.
Quejándome del pasado que me ha quitado tantas cosas importantes. Y echándole en cara al presente que no cambia nada de lo que hay. Así no crezco, no maduro, no sonrío.
En lugar de quejarme de lo que no puedo hacer, quiero alegrarme de lo que tengo entre mis manos. Un nuevo sueño. Un nuevo proyecto. Sin echar de menos continuamente lo que no puede ser.
Me quejo de la suerte. Lo que pudo ser y no fue. Lo que podía haber sido diferente. ¿Qué es la suerte? Que la moneda caiga de un lado o de otro. Que me sonría la fortuna y obtenga lo que tanto esperaba.
Cuando mi felicidad se centra en lograr lo que deseo, lo que espero, lo que sueño, sufro más. Quiero aprender a vivir con expectativas más sencillas. Sin amargarme cuando no resultan las cosas como yo quiero.
Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe? Algo que parece malo puede ser bueno a la larga. Algo que parece bueno deja de serlo de repente. Depende de mí, de mi mirada. Depende de lo que ocupe el centro de mi corazón.
¿Para quién vivo? Si Dios es el centro todo cambia. Sueño con que sea así.
Quiero agradecerle a Dios todo lo que me ha dado. Lo que me ha quitado. Lo que no poseo. Lo que nunca tendré. Lo que hace conmigo. Lo que no hace. Le agradezco mis fracasos y mis cruces. Mis tragedias y alegrías.
Así de sencillo parece. Decido dejar de quejarme. Y agradezco más por las cosas más sencillas de la vida.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
No hay comentarios:
Publicar un comentario