La costumbre cristiana de rezar contra las pesadillas tiene un linaje muy largo
¿Quieres escuchar algo que da miedo?
Las noches son largas y un frío penetrante se siente en el aire. Es momento de contar historias de fantasmas, aterradores relatos de villanos… y compartir lo que hemos visto en nuestras pesadillas.
Estas historias tienen el poder de asustarnos porque hay una pizca de verdad en ellas. De verdad hay fantasmas (en cierto modo), de verdad hay personas muy malas y durante largo tiempo los cristianos han considerado las pesadillas como un cierto tipo de apariciones demoníacas.
Quiero compartir dos pesadillas que me atormentaron en mi infancia, pero primero presentaré un poco de contexto.
En inglés, el mismo nombre de pesadilla, ‘nightmare’, es una referencia a la antigua creencia pagana de que una criatura demoníaca llamada ‘mare’ se sentaba sobre tu pecho y se aparecía en tus sueños. Es una forma popular de explicar lo que hoy conocemos como experiencias psicológicas de parálisis nocturna generada a menudo por un día estresante, o TEPT.
Sin embargo, la costumbre cristiana de rezar contra las pesadillas tiene un largo pedigrí también. Una antigua oración nocturna monástica reza:
Otórganos las armas de la Luz. Líbranos de los miedos nocturnos y de todo lo que acecha contra nosotros por la noche. Concédenos el sueño, dado para la renovación de nuestra debilidad, que esté libre de toda fantasía diabólica.
La oración supone dos cosas: que algo “acecha contra nosotros por la noche” y que los miedos nocturnos son una “fantasía diabólica”.
Recuero vívidamente dos pesadillas, ambas de mi infancia, entre los 7 y los 9 años. Ambas obraron atacando las fuentes de seguridad en mi vida: mi padre y mi madre.
En el primero, yo iba caminando con mis padres camino del supermercado cuando noté que había aceite goteando de la parte de atrás de una motocicleta. Me quedé mirando un momento y luego lo comenté a mi padre, quien supuse estaba mirando también. No estaba mirando. No me respondió. Miré hacia arriba y ni él ni mi madre estaban por ningún sitio en aquel aparcamiento gigantesco.
Anduve entre los coches buscándoles, cada vez más nervioso, sin encontrar a nadie. Estaba totalmente solo. Finalmente, vencido por la desesperación, empecé a llorar a gritos, con la intensidad que solo pueden los niños.
Entonces, escuché el chirrido de un pedaleo. Me giré hacia el sonido y vi a un extraño hombrecito sobre un triciclo. Todavía puedo verlo en mi mente: cabello pelirrojo castaño, lo bastante largo como para cubrir sus orejas, y un gran bigote pelirrojo castaño como de los años 1970 (como este señor de aquí).
Con sus ojos llenos de preocupación genuina, me dijo: “¿Por qué lloras? ¿Qué ha pasado?”.
Tuve la extraña sensación de que era malvado y sabía que no debía hablar con desconocidos, pero estaba desesperado y espeté: “¡No puedo encontrar a mi papá!”.
Lo que me respondió aquel hombrecito me heló la sangre con el más indefenso de los horrores. Con una mirada perpleja pero llena de sinceridad, me dijo: “¿Qué quieres decir, Tommy? ¡Yo soy tu padre!”.
Me desperté en la cama jadeando.
Los sueños nos aterran de la misma forma que las películas de terror, atacando la esperanza. Encuentran algo que apreciamos profundamente en nuestra vida, algún lugar de consuelo, y lo destripan del todo.
He oído hablar de sueños que atacan incluso a la Santa Madre. La siguiente pesadilla que quiero contar giraba en torno a mi madre.
Soñé que me despertaba por la noche y veía mi habitación. Al otro lado de la habitación, podía ver a mi hermano en su cama… y a los pies de mi cama podía ver a una niña con pelo largo castaño grisáceo, de pie, mirándome inexpresiva.
Nunca me amenazó, pero me invadió un sentimiento de malestar y miedo y apenas podía moverme, aunque luchaba por despertarme para alejarme de su mirada. Cuando conseguí despertar, la misma habitación seguía ahí, pero sin la niña.
El sueño se repitió durante meses —una vez por semana más o menos— hasta que una aparición final de la niña se puso fea. En el sueño, intentaba despertarme y no podía, así que empecé a gritar llamando a mi madre. Esto inquietó a la niña y, entonces, cuando mi madre apareció en el umbral de la puerta, se agazapó como un animal y saltó sobre mi madre, tirándola al suelo y arañando su rostro.
Entonces, me desperté aterrorizado entre jadeos.
Los científicos sugieren ahora que los sueños son un mecanismo de superación del cerebro. Ofrecen una “terapia de exposición” que nos permite afrontar situaciones que no sabemos cómo gestionar, como estar solo en un aparcamiento, encontrar a alguien inesperado en tu dormitorio.
Es una forma de decir que tus pesadillas pueden ayudarte. Otra forma es con las historias bíblicas de José en el Antiguo Testamento y José en el Nuevo Testamento, que interpretan con acierto las advertencias de los sueños.
Sin embargo, mi advertencia bíblica favorita sobre los sueños es del Eclesiástico, que nos dice que los sueños no significan nada.
Aun así, para cubrirme las espaldas, rezaré por la noche esa oración de monjes. Y quizás añadiré un Ave María por si acaso.
Tom Hoopes, Aleteia
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