“Llamó Jesús a los Doce y les fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja”. (Mc 6, 7-9)
Vivimos unos tiempos que, en cierto modo, pueden compararse con los de los primeros cristianos. No en vano, el Papa Juan Pablo II y algunos obispos han calificado esta situación como un “neopaganismo”, con el agravante de que ahora el mensaje de Cristo suena a cosa sabida.
Esta situación, tan parecida a aquella, se caracteriza por el rechazo o la indiferencia con que se acoge el mensaje de Jesús. Es corriente oír quejas acerca de lo que cuesta hacer apostolado, de la vergüenza que hay que pasar cuando se tiene que defender a la Iglesia en el ambiente laboral o incluso en el familiar. Además, por ser cristiano pareces ser reo de todos los delitos imaginables, de todas las culpas que el resto de los cristianos hayan cometido en la historia (Inquisición, Cruzadas...), reales, inventadas o exageradas.
Conviene fijarse, precisamente por esas similitudes, en lo que hicieron los primeros cristianos. Ellos no lo tenían más fácil, ya que incluso se jugaban la vida. Sin embargo, tuvieron el valor de enfrentarse con un medio hostil y vencieron. Las diferencias entre ellos y nosotros no están, quizá, en las dificultades del ambiente, ni en que ellos tenían más medios materiales para evangelizar, sino en que tenían más fe, más amor a Cristo, más convencimiento de que ser cristiano era una gran suerte. Por eso, aunque tenemos que intentar tener mejores estructuras evangelizadoras –como medios de comunicación-, lo que debemos hacer sobre todo es tener más medios espirituales, más oración, más y mejor testimonio de vida.
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