Los domingos, en las iglesias católicas de Estados Unidos, Inglaterra y el mundo desarrollado, hay un mayor número de mujeres que de hombres. (Ver aquí la evolución de las cifras en Estados Unidos a lo largo del tiempo y aquí un estudio a nivel mundial.)
Este fenómeno mereció en 1988 una mención del Papa San Juan Pablo II en la exhortación postsinodal Christifideles laici: “Diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres” (n. 52). Pese a ello, se habla mucho más de que las mujeres abandonan la Iglesia, y lo que preocupa sobre todo son las enseñanzas y prácticas litúrgicas que puedan desanimarlas.
Nadie podría reprocharle a los hombres católicos si sacaran la impresión de que ni la jerarquía de la Iglesia ni sus creadores de opinión consideran de gran importancia el que hayan dejado de ir a misa. Y hay voces que parecen más ansiosas de utilizar su ausencia como argumento para la ordenación de mujeres, que de hacer algo para corregir ese desequilibrio.
El recién concluido mes del Sagrado Corazón nos recuerda que la Iglesia se fundamenta en el amor. No en un amor maternal, por mucho que éste sea de vital importancia, sino específicamente masculino: un amor sacrificial, como el de un marido. San Pablo exhorta a los esposos: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia” (Éf 5, 25). El amor de Cristo por nosotros y por la Iglesia, simbolizado en su Sagrado Corazón, encaja en la imagen de Dios como un padre, y del pueblo elegido como su esposa e hijo, que encontramos a lo largo del Antiguo Testamento.
Baste con eso para afirmar que lo masculino no debería ser suprimido de la vida de la Iglesia, como tampoco lo femenino.
Se dice a veces que las mujeres son naturalmente más religiosas que los hombres, pero no hay pruebas que sustenten tal afirmación. Los hombres sí son más observantes de la religión que las mujeres en el islam, en el judaísmo ortodoxo y en la ortodoxia oriental, incluso cuando esas tradiciones se practican en Occidente. Por otro lado, cuanto más progresista es una denominación cristiana, más difícil le resulta retener a los hombres.
En 1936, el censo estadounidense, que aún planteaba cuestiones importantes, encontró que la proporción de sexos según la religión oscilaba entre, en un extremo, la Ortodoxia oriental (ligeramente más hombres que mujeres) y los católicos (muy ligeramente más mujeres que hombres), y en el otro extremo los unitarianos (1,4 mujeres por cada hombre), los pentecostales (2 a 1) y la Ciencia Cristiana (3,19 a 1). Las denominaciones protestantes tradicionales se encontraban en un punto medio. (Leon J. Podles, The Church impotent. The Feminization of Christianity [PDF].)
No es difícil comprender lo que ha pasado. En 1936, la liturgia católica occidental se parecía más a la de las iglesias orientales y tenía importantes elementos en común con la liturgia del judaísmo ortodoxo y del islam: ritual, solemnidad, lengua sagrada, etc. La liturgia que se encuentra hoy típicamente en las iglesias católicas se ha movido claramente en la dirección de las denominaciones dominadas por las mujeres: es más espontánea y emocional; su preocupación principal no es suscitar un sentimiento de lo sagrado, sino un sentimiento de comunidad; y descansa netamente sobre la comunicación verbal.
Lo cual nos permite conectar este proceso con otro ámbito de investigación. Está bien establecido que las mujeres están mejor orientadas a la verbalización que los hombres; que las niñas empiezan a hablar antes que los niños; que su probabilidad de ser disléxicas es menor; que las mujeres obtienen mejores calificaciones en habilidades verbales; que son más numerosas que los hombres en los departamentos universitarios de lengua extranjera, etc. Los hombres confían más y se sienten más cómodos con la comunicación no verbal.
Evidentemente, la inquietud prioritaria de las tradiciones litúrgicas del islam y el judaísmo ortodoxo, que usan un canto y un lenguaje sagrados (el hebreo antiguo y el árabe clásico) que la mayoría de los fieles no entiende de forma directa, no es transmitir su mensaje mediante comunicación verbal. En cambio, mediante textos, gestos, vestimentas y ceremonias, elevan el corazón y la mente a Dios creando una atmósfera sagrada y un sentimiento de continuidad histórica y de participación interior e intencional del fiel en el culto. Lo mismo puede decirse de todas las religiones tradicionales del mundo, incluidas las Iglesias orientales y la misa tradicional de la Iglesia occidental. Todos ellos son ejemplos de una eficaz comunicación no verbal.
El alejamiento litúrgico de los hombres ha sido una consecuencia lamentable e imprevista de la moda teológica. Como expresó el sociólogo jesuita (teólogicamente progresista) Patrick Arnold: “A medida que la religión progresista impulsa la dimensión inmanente y ‘horizontal’ de la fe hasta la exclusión de la realidad trascendente y ‘vertical’, ignora sin darse cuenta el apetito voraz de los hombres por lo Grande, lo Absolutamente Otro y lo Eterno” (Wildmen, warriors and kings. Masculin spirituality and the Bible, págs. 77-78).
Ha habido intentos de atraer de nuevo a los hombres a misa utilizando con éxito retiros y actividades de grupo agradables para los hombres… todo para que, al final, los hombres que han participado en ellas descubran, al volver a la iglesia, que es tan poco amistosa para ellos como era antes. Otros buscan que la religión se perciba como algo rudo y masculino... pero solo a base de regañar o humillar a los hombres y de acusarles de todos los problemas de la Iglesia. Quienes optan por esta vía deberían comprender que a los hombres ya se les ha transmitido bastante la idea de que son “tóxicos” y no son bienvenidos.
Lo que hace falta para que los hombres ocupen de nuevo su lugar en misa es encontrar una atmósfera agradable para ellos y un mensaje motivador. Esto no va a suceder si el santuario parece una zona casi exclusivamente femenina, si la misa carece de dignidad, y si la espiritualidad se presenta como algo consistente en compartir nuestros sentimientos con extraños.
Sospecho que para la mayoría de los sacerdotes son evidentes los cambios que podrían introducir para masculinizar sus parroquias, sus actividades parroquiales y sus liturgias. Y no creo que la mayoría de las mujeres católicas se opusiesen, especialmente si ven resultados. Sin embargo, parece haber una barrera psicológica que impide hacer algo en esta línea. Como si todo lo que resulte agradable para los hombres debiera interpretarse como tradicionalista, rígido e incluso misógino.
No creo que las mujeres católicas quieran una Iglesia sin sus maridos, padres, hermanos e hijos. La Iglesia necesita a apelar a ambos sexos.
Joseph Shaw es doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford y presidente de la Latin Mass Society de Inglaterra y Gales.
Publicado en Catholic Mom.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Joseph Shaw, ReL
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