Santuario Martires De Cristo
Se trata de una estatua de tamaño natural (1.70 metros de altura) y que fue entronizada en una de las capillas del Santuario de los Mártires de Cristo Rey
Mientras en las Américas las estatuas de personajes del catolicismo están sufriendo lo indecible, en México, al acercarse el centenario de la llamada Guerra Cristera o “la Cristiada” (1926-1929) la Iglesia católica ha decidido recordar a los mártires de ese movimiento singular, único en la historia moderna, a decir de muchos autores contemporáneos.
El Santuario de los Mártires de Cristo Rey, situado en la parte más alta del Cerro del Tesoro en el Municipio de Tlaquepaque, aledaño a la ciudad de Gudalajara (Jalisco), está camino a convertirse en uno de los iconos de la lucha del pueblo fiel mexicano que al grito de “¡Viva Cristo Rey!” tomó las armas en aquel período aciago para defender la libertad religiosa, conculcada por el régimen del general Plutarco Elías Calles.
Santuario de los Mártires de Cristo Rey
El Santuario, construido en un terreno de 16.5 hectáreas con una capacidad de hasta doce mil personas, se ha erigido como el lugar por antonomasia para venerar las reliquias de los mártires mexicanos de “la Cristiada”; sacerdotes y laicos beatificados y canonizados por los últimos tres papas, destacando la efectuada el 21 de mayo de 2000 por san Juan Pablo II.
Dentro de este Santuario, cuya altura de sesenta metros domina ampliamente el llano donde se asienta Guadalajara y parte de su zona metropolitana, fue puesta a la veneración de los fieles la estatua del niño cristero y mártir, José Sánchez del Río (1913-1928), conocido como Joselito en su ciudad natal de Sahuayo (en el vecino Estado de Michoacán).
Se trata de una estatua de tamaño natural (1.70 metros de altura) y que fue entronizada en una de las capillas del Santuario de los Mártires de Cristo Rey. Bendecida por el cardenal y arzobispo de Guadalajara, José Francisco Robles, el acontecimiento se produce cinco años después de que el 16 de octubre de 2015 el Papa Francisco elevará a los altares a Joselito.
Una fe viva
La escultura de bronce, con un peso aproximado de 130 kilos, es obra del escultor mexicano Carlos Espino, quien falleció hace dos años. Según el rector del Santuario, el padre Gerardo Aviña, refleja muy bien el momento de la muerte de Joselito cuando la soldadesca –que le ha desollado las plantas de los pies– le hace seguir caminando hacia su propia tumba.
La expresión en el rostro y en el cuerpo de Joselito en la escultura de Espino tiene que ver con la fe viva que el niño cristero reflejaba en su lucha por la libertad religiosa en un México cuyo gobierno estaba lleno de odio contra la religión católica. Con el dolor del martirio, el niño avanza decidido hacia la muerte, confesando su adoración a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe de Guadalupe, estandartes de la lucha cristera.
La carta a su mamá
Es célebre su advertencia hecha ante el temor de su madre de que su hijo, tan de corta edad, se metiera de lleno en la lucha de los ejércitos que en el Occidente de México (y en buena parte del centro del país) peleaban contra las tropas del gobierno: “Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo”. Y en una carta que pocos días antes de morir pudo enviar a su madre desde la cárcel de Cotija, le decía:
Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá, resignate a la voluntad de Dios, yo muero muy contento, porque muero por Nuestro Señor. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes, diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo del más chico y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú, recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir hubiera deseado.
En la homilía de la Misa en la que bendijo la escultura, el cardenal Robles apuntó: “Vale la pena, queridos jóvenes, que miren el testimonio de un joven, nacido en el seno de una familia cristiana común y corriente, pero que tuvo él el valor de descubrir a Cristo y de serle fiel (…), y darle gracias a Dios por el testimonio de nuestros mártires mexicanos de Cristo Rey”.
Jaime Septién, Aleteia
¿Qué hubiera pasado si su madre hubiera elegido creer más en la ciencia médica que en Dios y hubiera abortado a su bebé?
«Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios.» (Juan. 9, 1-3)
María tuvo que nacer para que las obras de Dios se manifestaran en ella. Así como en Paulina Gálvez -mamá de Ximena Guadalupe-, el milagro de por el cual el niño mártir y cristero mexicano, San José Sánchez del Río, subió a los altares en octubre del 2016 y quien por esas maravillosas “dioicidencias” de la vida también nació el 8 de septiembre, igual que nuestra Santísima Madre.
Esto me ha invitado a reflexionar sobre el valor del Don de la vida, como cada uno de nosotros traemos una misión de santificación desde que Dios nos pensó y sobre cómo los milagros suceden a personas ordinarias y sencillas por el simple hecho de tener Fe, de ser humildes y obedientes a la voluntad de Dios. Él llama, elige a los “pequeños” para hacer obras grandes.
Paulina esperaba la llegada de su bebé con muchísimo amor e ilusión. Casi desde el comienzo de su embarazo y por cuestiones médicas los doctores le sugirieron que abortara. Sin embargo, ella se aferró a la vida de su hija Ximena. Días después de su nacimiento -el 8 de septiembre del 2008- comenzó su viacrucis el cual terminó en un gran milagro de Dios gracias a su Fe y a que se tomó de la mano de la Virgen María y pidió la intercesión del niño Joselito.
Los milagros suceden a diario y -repito- Dios elige para regalárselos a gente ordinaria, normal, sencilla, como tú y como yo. En esto radica lo extraordinario de lo ordinario, que no necesitamos aventarnos de un puente ni pararnos de cabeza 5 horas para llamar su atención y recibirlos, lo único que requerimos es tener un corazón dispuesto para amar, para ser perdonados y perdonar; un corazón profundamente enamorado de Él, ser humildes y sabernos necesitados y, sobre todo, tener el Don de la Fe y creer que los milagros existen y suceden a diario.
¿Qué nos falta -o nos sobra- para volver a creer?
No es un secreto que hoy vivimos una época donde nuestro mundo está desesperanzado, cansado, triste y agobiado por tanta falta de amor y por centrarnos en nosotros mismos. No hay empatía y sí muchas traiciones; juego de egos y poder. Falta la fe y la esperanza en los corazones.
El egoísmo ruge como león hambriento que quiere devorar a nuestras familias. Vivimos en una angustia constante por llenar vacíos sin darnos cuenta de que estos solo los lograremos saciar con la presencia del verdadero Dios. Queremos soluciones rápidas para todo y sustituimos el poder de Dios con prácticas que lo único que hacen es distanciarnos de Él.
Muchos, a pesar de estar necesitados, están como Santo Tomás que hasta que no ven, no palpan de primera mano creen. Como si probaran a Dios… Aún así, obrará milagros en ellos si Él encuentra un poquito de Fe en su corazón, aunque sea del tamaño de una semilla de mostaza.
Estamos viviendo tan de prisa que pocas veces nos detenemos a pensar en todos los pequeños -o grandes- milagros que Dios nos hace a diario, que nos regala con cada nuevo día. ¡El despertar ya es uno!
Les invito a que hagamos un recuento de lo que ha sido nuestra vida y redescubramos todos los milagros que Dios ha hecho en nosotros. Que nuestra vida se convierta en un testimonio de fe y de amor y con ella devolvamos la esperanza a ese que ya no quiere vivir o a ese otro que ya no le encuentra sentido a nada.
Dejemos que Dios haga lo extraordinario en nuestra vida ordinaria y que cada vez seamos más los que creamos en los milagros del amor y podamos gritar con júbilo: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!
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