
Hay padres que abrazan con ternura el alma de sus hijos. Que acarician con palabras suaves como cuando aprendían a caminar, que los envuelven en cobijas tejidas con caricias, cuentos y risas. Educar no es fácil, sin embargo, cuando llega el momento de poner límites, algo cambia… como si el sol que iluminaba el hogar se escondiera tras nubes grises. La dulzura da paso al grito, la paciencia al enojo, y la comprensión se desvanece tras la tormenta del impulso.
El cambio que confunde

Una escena cotidiana lo ilustra con claridad: una madre que habla con ternura a su hijo, que le sonríe al oído y le toma la mano con amor. Pero cuando el pequeño no obedece a la primera indicación, esa dulzura se rompe. La voz se alza, el ceño se endurece y el gesto amable desaparece.
El mismo rostro que ofrecía cobijo ahora genera miedo. Las palabras que antes curaban ahora hieren. Y en medio de ese vaivén, queda un niño confundido, dividido entre el amor y el temor, entre la alegría de ser amado y el dolor de ser reprendido con dureza.
Amor y miedo
¿Cómo puede una criatura entender que quien le dice “te amo” luego le grita con furia? ¿Qué brújula interna podrá orientar su corazón si el norte cambia con cada reacción emocional del adulto?
Este juego de opuestos puede sembrar sombras en el alma infantil: duda, resentimiento, miedo a no ser amado… y más adelante, inseguridad, desconfianza y tristeza sin nombre.
La autoridad no grita, guía
La autoridad no necesita imponerse a través del grito ni de la amenaza. La verdadera autoridad nace del respeto profundo y del amor sereno. No desde el impulso, sino desde la templanza. No desde el miedo, sino desde el ejemplo.
Un padre o una madre no pierden autoridad por hablar con calma; al contrario, la refuerzan. Cuando el niño percibe coherencia entre el afecto recibido y los límites establecidos, entiende que todo proviene de un mismo lugar: el cuidado.
El límite amoroso no humilla, orienta. No aplasta, encamina. Y no deja heridas, sino raíces firmes para crecer.
Antes de alzar la voz
Padres del mundo, que en sus manos llevan semillas de eternidad: deténganse antes de dejar que el enojo los gobierne. Tomen aire, bajen la voz, y recuerden que cada palabra dicha con rabia es como una piedra lanzada al río de la confianza: enturbia sus aguas y ahuyenta a los peces de la alegría.
En cambio, una palabra firme pero amorosa es como un remo que guía la barca de sus hijos por aguas tranquilas y seguras.
No hay doble cara en el amor verdadero

El amor no puede ser manjar al amanecer y castigo al anochecer. Que la autoridad no contradiga el afecto, sino que lo prolongue con fuerza clara, con una mirada que diga: "te cuido", más que "te controlo".
Educar no es domesticar. Corregir no es castigar. Mandar no es dominar. Disciplinar no significa asustar. Educar es ayudar al hijo a formar carácter con ternura firme, con límites envueltos en dignidad.
¿Qué huella dejamos?
Porque un día, ese hijo crecerá. Y en su corazón resonarán las voces que lo formaron. ¿Serán ecos de gritos y amenazas, o palabras firmes que le enseñaron el valor de la calma?
Cada padre decide hoy qué memoria siembra. Que nuestras palabras sean faros, no tormentas. Que la autoridad no se pervierta en miedo. Que la dulzura no se apague con gritos.
El legado más importante
Cuando el amor se mantiene firme incluso en la corrección, el alma del niño aprende que es amado sin condiciones, también cuando se equivoca. Ese amor sin doble filo, que corrige sin romper, es la herencia más valiosa que un padre puede dejar. La verdadera autoridad no necesita gritar. Solo necesita amar con congruencia.
Karen Hutch, Aleteia
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